Rakel Camacho y María Folguera llevan a escena el artefacto de Carmen Martín Gaite en una propuesta insustancial
Llegado a este punto, ya puedo afirmar que llevar a escena algunas obras de Carmen Martín Gaite con la excusa de que se cumple el centenario de su nacimiento ha sido un desatino. Ya hemos visionado hace unas semanas Caperucita en Manhattan. El año pasado La tristura presentó Así hablábamos. Y con Carmiña, en 2020, se cumplimentó su biografía. Esto no va de regresar a La hermana pequeña, que tuvo su representación correspondiente en 1999. Sostienen Rakel Camacho (directora) y María Folguera (versionista) que es el texto que les parece más trasladable a las tablas. Que aparezcan pocos personajes, que discurra casi como un monólogo y que sea breve no me parecen razones suficientes para una adaptación. El Teatro de La Abadía se ha empeñado en simultanear dos obras (la otra es El sillón K) altamente insustanciales, que se recrean, de distinto modo, por vericuetos formalistas. En este caso literarios, más que teatrales. Sigue leyendo
Ya dio cuenta este mismo Teatro Bellas Artes de esta misma obra de Florian Zeller con Héctor Alterio como protagonista. Ahora la gracia está en que podemos disfrutar de dos montajes del dramaturgo francés en los teatros madrileños, pues Aitana Sánchez Gijón está comandando La madre en el Teatro Pavón (nos faltaría El hijo, para cerrar la trilogía). Además, la función que nos compete está mediada por el éxito que tuvo la versión cinematográfica con Anthony Hopkins a la cabeza.
Sería bastante adecuado discriminar la sustancia filosófica que contiene esta obra de toda esa capacidad para destrozarse cada quince minutos o, incluso, descomponerse según llegamos al final. Porque Variaciones enigmáticas posee un planteamiento dialéctico, tan empleado en Francia desde el siglo XVIII, donde dos visiones aparentemente opuestas sobre el amor descubren sus propias incongruencias. Por ello, los primeros envites resultan sugerentes y te pueden llevar a la reflexión.
Con todo el respeto para nuestros mayores, esta propuesta cae en el tópico de la complacencia de una manera abrumadora. Es una obra que parece dirigirse con tanto ahínco hacia el estamento provecto, que quiere demostrar su ancianidad desde el minuto uno. Debe ser que cuando uno pasa la frontera de los sesenta y pico pierde el sentido del humor más incisivo y la blandura en las expresiones se asienta, como si uno sufriera un golpe de ingenuidad. Y eso que hablamos de unos jubilados que han encerrado a su asesor fiscal, porque sus «malos» consejos los han dejado secos. Los secuestradores del lago Chiemsee de Alberto Iglesias no tiene fuste, carece de trama, de nudo, y de interés; es lenta y muy larga, y solo puede hacer gracia a las almas cándidas que se ríen de los achaques del prójimo. 



