Hoy tengo algo que hacer

Pablo Rosal se acoge con Luis Bermejo a la tradición picaresca para abordar cuestiones existencialistas en nuestra sociedad actual

Hoy tengo algo que hacer - FotoViene Pablo Rosal demostrando un talento extraordinario en el pergeño de sus textos y en la capacidad para trasladarlos a escena sin grandes alaracas, ni posdramaticidades excesivas. Tiene mucho de literario, de narrativo, de peculiaridad irónica y de crítica sutil a varias cuestiones de la realidad. Además, va trabajando con distintos géneros, como el negro en Asesinato de un fotógrafo (el montaje más flojo de sus últimos proyectos), el dadaísmo trufado de absurdo en Los que hablan o la conferencia dramatizada en Castroponce y, ahora, la emprende con el bildungsroman, con ese cariz novelístico muy habitual en la Ilustración con extensiones hacia el realismo decimonónico y con fuentes que beben de nuestro siglo de oro, con Gracián o Quevedo (más que de la picaresca del Lazarillo, por mucho que nos encontremos una obra con siete tratados, también, y con un cita inicial). El lenguaje es barroco, enrevesado, cargado en demasía y acogido con brillantez diferentes adjetivos tan inverosímiles en su mezcla como heterogéneos y pertinentes en su ejecución metafórica. Léxico digno de un erudito, no, desde luego, de un ignorante. De ahí que no debamos dudar del juego irónico, al modo socrático, de este vagabundo. No tan socarrón como Diógenes, el cínico, aunque su perro sea su fiel compadre en ese banco de parque que vale de hogar y de teatrillo, como así nos avanza situando por detrás el telón. Pensemos mucho más en un Andrenio descubriendo el mundo, junto a unos Critilos con los que se va topando. Por supuesto, no podemos obviar otras influencias igualmente acuciantes como los personajes de Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Dickens o Bouvard y Pécuchet (recreada en escena de manera sui géneris por Darío Facal hace unos años).

Por otra parte, me parece que la elección Luis Bermejo, quien viene de retomar El traje, es más que idónea. Por un lado, porque reconocemos en él a ese clown de El minuto del payaso; y, por otra parte, porque sus capacidades para la improvisación aprovechan con excelsitud los intersticios que ofrece el montaje. No hay más que ver cómo seduce a una espectadora para que le «ayude» con la lectura de cada extenso (como era costumbre) título de cada capítulo. O, sobre todo, cómo en el interludio desarrolla un sketch con vida propia, absurdísimo, consistente en comer un quesito del Caserío y contraponerlo a uno, imaginario, de Mini Babybel para hacer de la onomatopeya una exageración propia del clochard que se embebe con el espíritu báquico de la lengua hasta enredarse en su Babel. Por momentos es un Robin Williams en esa afabilidad insuperable que pueda esconder posibles melancolías. Un personaje este, avieso, escurridizo, ¿un loco?, ¿un niño?, ¿un curioso?, ¿un ingenuo? En cualquier caso, juega con nosotros.

José Luis se pone a versificar de forma desaforada. Prima el estilo conceptista con un lexicón apabullante, un barrunto interminable de sonoridades. El primer tratado ya es la duda, como si fuera un Descartes jocoso, pues nuestro antihéroe no tiene nada que hacer. Esto no lo angustia, sino que es un acicate para desvelar el secreto. La lista de individuos será larga y variada, desde Ernesto, el especialista, que tiene ocupación en la oficina de empleo, y que lo provee de distintos oficios que acaban en fracaso, hasta María, la erudita, que escribe monumentales diccionarios; pasando por Isabel, la profesora, quien declara, de manera lógica, que ella está repleta de tareas cotidianas que no le dejan ni un segundo libre. Le permitirá asistir a una clase con sus niños, que evidencian claves vitales sobre la espontaneidad, la pulsión lúdica, la diversión y, como afirma una niña, el hacer cosas «sin darse cuenta». O qué decir de Julián, el activista, ofuscado en grafitear la ciudad con múltiples consignas políticas. También tendremos la vida rural como campo de posibilidades con Pedro, el hortelano.

O es una propuesta de profundo existencialismo guiado por Sartre o, directamente, mediante el nihilismo evaporante busca la disolución en el cosmos. Él ansía encontrar algo que hacer, y para ello le va a preguntar a la gente qué hace o, mejor (peor), qué tiene que hacer, o sea, cuál es su obligación diaria, ya que no le queda otro remedio. Lo interesante será descubrir qué espera hallar más allá de esa inercia al hacer o de esa imperiosa necesidad. Evidentemente, si no hay consigna religiosa, pues Dios ha muerto, no nos queda más que trazar un camino propio o confiarnos al Nirvana. Asevera con su frecuente profundidad el autor: «Aferrados a la Historia seguiremos enfermando, solo la aceptación del NO-TENER-NADA-QUE-HACER nos liberará de tantas ocupaciones que obstruyen nuestro DESTINO. Aunque hagamos todo lo posible para negarlo, se acercan tiempos espirituales…».

Pablo Rosal ha vuelto ha completar una obra fantástica, muy peculiar y que se inserta de forma renovada en toda una tradición de raigambre española. Quedémonos, en definitiva, con esta sentencia: «El Arte es la única manera de poder comprender todo este extrañamiento en movimiento».

Hoy tengo algo que hacer

Autoría y dirección: Pablo Rosal

Elenco: Luis Bermejo

Diseño de escenografía y vestuario: Mónica Boromello

Diseño de iluminación: Raúl Baena y Eduardo Vizuete

Producción artística: Ana Belén Santiago

Producción ejecutiva: Lucía Rico

Dirección técnica: Tony Sánchez

Distribución: Caterina Muñoz

Comunicación: Paloma Fidalgo

Fotografía: Laura Ortega

Cartel: Jacobo Gavira

Una producción de Teatro del Barrio

Teatro del Barrio (Madrid)

Hasta el 30 de octubre de 2024

Calificación: ♦♦♦♦

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3 comentarios en “Hoy tengo algo que hacer

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