Israel Elejalde dirige la obra del francés Jean-Luc Lagarce, una pieza autobiográfica sobre la muerte de su joven protagonista

No tuvo buenas críticas la versión cinematográfica de esta obra del francés Jean-Luc Lagarce que realizó Xavier Dolan. En muchas ocasiones, en las obras teatrales, las elipsis se nos antojan absolutamente necesarias; porque muchos escritores tienden a remarcar y a explicar lo que sencillamente se debe mostrar. Esta es la clave. Pero también se dan situaciones, y creo que esta es una de ellas, en las que el exceso de elipsis genera un cortocircuito con el espectador. Cuando el conflicto familiar se sitúa en el centro, uno espera la explosión de sinceridad que provoque la catarsis en el público. Quien más y quien menos arrastra rencillas de cierta enjundia. Sin embargo, en Tan solo el fin del mundo no está la furia de aquel Agosto de Tracy Letts, tampoco, como pasa en el Teatro Español, hay una octogenaria Espert fustigando a hijas y nietas.
Tenemos que hablar evidentemente de Édouard Louis, de quien hemos podido conocer las adaptaciones teatrales de sus principales novelas autobiográficas. Sobre todo, Para acabar con Eddy Bellegueule y Quién mató a mi padre. Él mismo ha afirmado que es un gran admirador de Tan solo el fin del mundo; y no nos puede extrañar, pues las concomitancias son múltiples (nombre adoptado y hasta dedicatoria al propio Dolan en el más célebre de sus libros). Por si fuera poco, Eneko Sagardoy protagonizará a final de temporada una pieza firmada por el propio Louis.
El actor vasco nos lleva con gran hondura a la introspección más desgarradora y, a la vez, más serena. Con 33 años, sabe que va a morir (como el propio Lagarce) y ha decidido regresar a su casa después de casi tres lustros. Este joven se nos presenta de cara, con un breve monólogo tajante. Uno de los aspectos cruciales, quizás el que a mí me parece fundamental, es trazar el acontecimiento que ratifica que la familia ya no es familiar, que la distancia cultural es un abismo y que se han roto esas vías cómodas, íntimas y fiables de comunicación. Ese tipo que se ha presentado se ha instruido y ahora aparece como un intruso, como un extranjero. Tendremos que deducir por qué se largó; aunque es sencillo especular sobre esos dañinos avatares.
Nos falta un contexto o nos hemos olvidado de él. Por ejemplo, un éxito cinematográfico como la película 120 pulsaciones por minuto, de Robin Campillo, nos da cuenta de ese sufrimiento en la comunidad gay francesa en los noventa, cuando el sida se llevaba por delante tantas vidas y la esperanza se quebraba por la inacción general. En una obra tan autobiográfica debemos aunar toda esa serie de circunstancias. Ya que, no es solamente que una familia como la que aquí conocemos hubiera sido la típica que se hubiera espantado por tener un hijo homosexual, sino un «rarito» que lee y que estudia, y que está cambiando su lenguaje, que no es como el nuestro (todo esto, en las obras del susodicho Édouard Louis, es directísimo). Por no mentar al padre, que no llegamos a conocerlo; porque ya ha fallecido.
De todas formas, más allá de que nos resulte un tanto extravagante que lo trate de usted la cuñada (Irene Arcos reparte un meditado nerviosismo propio de una mujer infravalorada y violentada), no sé si esa coherencia ─ya sabemos que es ese el uso común en Francia─ viene bien en español. Digamos que favorece más separación todavía en una función que, por momentos, requiere algo de calor, de cercanía, entre tanta frialdad. Respecto a esta cuestión, pienso que Monica Boromello ha hecho todo lo posible para «ocupar» la enorme sala del Matadero, incluso introduciendo todo un fondo vertical que nos da profundidad; pero en distintas escenas no acaba de ser acogedora, y las interpretaciones se ahogan en la lejanía. Así ocurre en la cocina. O en la habitación, cuando los brazos de todos, en una efusión onírica, intentan atrapar a nuestro protagonista.
Convengamos que Raúl Prieto, el hermano, aunque ya ha interpretado papeles similares (véase, por ejemplo, Dentro de la tierra) vuelve a exponer su mandíbula tensa en esa gestualidad agónica de quien no domina el discurso y debe manifestar una fortaleza basada en una existencia mortecina y precaria. Es él quien mejor nos demuestra las características de la clase trabajadora. Le da cobertura en una misma línea de confrontación, su hermana, una Yune Nogueiras que aparece ansiosa en algunos instantes. Muy distinta es la madre. María Pujalte modula sus frases con gran complejidad para ofrecernos un modo de hacer muy espontáneo y avieso. Otra vez está su apostura inapelable, ese domino de la escena que la convierte en una intérprete verdaderamente atractiva y sutil (recordémosla en La importancia de llamarse Ernesto, de la temporada anterior).
Resulta muy necesario subrayar dos grandes puntos artísticos en esta versión. La banda sonora de Alberto Torres permea de melancolía toda la pieza con sonidos procedentes de alguna caja de música, un refugio infantil. También la electrónica permite que el baile se nos aproxime como un lenguaje propio dentro del montaje. Me parece un gran acierto haber introducido a un bailarín, como un doppelgänger (negro, como una sombra mortal), no solo para simbolizar a la Parca, sino para producir una fluidez dentro de un espectáculo que sin él podría enlentecerse y adensarse sin remisión. Gilbert Jackson combina con excelencia el break con el popping y el voguing. Una danza de la muerte vigorosa, una fuerza que nos destila la tristura del protagonista.
Está claro que Tan solo el fin del mundo nos destina a una atmósfera de imposible resolución. Todo se manifiesta desangelado y desesperanzado desde el inicio. Por eso, el desenlace es coherente. Pareciera como si el espíritu del muerto fantaseara con esa confirmatoria visita desde el más allá. Él es una presencia, más que un activo. En cualquier caso, considero que es una obra apreciable, y creo que Israel Elejalde, con su dramaturgia, le ha sacado un gran partido.
Autor: Jean-Luc Lagarce
Dirección: Israel Elejalde
Traducción: Coto Adánez
Reparto: Irene Arcos, Yune Nogueiras, Raúl Prieto, María Pujalte, Eneko Sagardoy y Gilbert Jackson
Diseño espacio escénico: Monica Boromello
Diseño de iluminación: Paloma Parra
Diseño de sonido: Sandra Vicente
Diseño de vestuario: Sandra Espinosa
Composición musical: Alberto Torres
Diseño de videoescena: Pedro Chamizo
Producción ejecutiva (Teatro Kamikaze): Pablo Ramos Escola
Dirección de producción (Teatro Kamikaze): Aitor Tejada y Jordi Buxó
Ayudante de dirección: Toni García
Una coproducción de Teatro Español y Teatro Kamikaze
Naves del Español en Matadero (Madrid)
Hasta el 7 de enero de 2024
Calificación: ♦♦♦
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