Marco Paiva lleva a cabo esta atrayente propuesta sobre la obra de Shakespeare con un elenco que emplea la lengua de signos

Me pregunto cómo sería esta función sin los sobretítulos, si el público sordo que se expresa con lengua de signos se sometiera a esa experiencia. En el Teatro Valle-Inclán se presenta el Ricardo III, de Shakespeare, con un elenco que emplea el sistema signado español y portugués. ¿Qué se entendería? ¿Qué se perdería? Me refiero, por un lado, al dilema de cómo adaptar la literatura, con sus figuras, con sus metáforas, con una mayor adjetivación, a una expresión que, con mucha frecuencia, es más restrictivo en su matización que el lenguaje escrito. ¿Es posible la «traducción»? La cuestión es que, de alguna manera, poder leer la obra hace que el espectáculo tenga truco, incluso para los sordos que pueblan la platea. ¿No tiene esto, quizás, algo de esteticismo vacuo?
La tragedia del inglés es una de las más representadas. Baste recordar cómo en los últimos años hemos recibido multitud versiones como la dirigida por Miguel del Arco y protagonizada por Israel Elejalde; y alguna tan peculiar como la metaficcional y autorreferencial Richard III Redux, con una Sara Beer muy graciosa. Con concepciones también «meta», Historia de un jabalí, que nos dejó a un Joan Carreras espléndido. Ahora es Ángela Ibáñez quien no debe ofrecer ninguna tara física, ninguna escoliosis, ninguna fealdad. Vuelve a demostrar esta actriz su versatilidad. Cómo maneja su rostro, que sea tan sumamente significativo; pues tenemos de forma simultánea la vesania de un loco y la sonrisa tenebrosa de un seductor maléfico. Cuando, por ejemplo, apabulla a Lady Ana, con una María José López que debe arrastrar su papel de víctima durante toda la pieza. Convence su rictus de tristeza.
Enfrentarse a una obra así es directamente imposible para alguien que no entienda el código. Por su parte, Magda Labarga ha acometido una importante labor de recorte y recomposición del original. Tomarse el acontecimiento como si fuera una trasposición al teatro de las películas mudas. Es mejor, una vez el texto es de sobra conocido, centrarse en la expresividad, en esa potencia de los gestos y de los brazos, que a veces nos parece propia de las artes marciales japonesas. Alguna kata podemos intuir casi en la conclusión, antes de alcanzar Bosworth y escuchar el célebre reclamo del caballo de nuestro protagonista. Es más, el vestuario de Ikerne Giménez creo que busca precisamente dar ese apoyo a la emulsión de la cara y del cuerpo. Es fácil remitirnos a los ballets de Diáguilev, con esos trajes tan elocuentes que diseñaba Léon Bakst o el mismo Picasso. Este logro estético se apuntala con las grandes planchas rojas que encuadran la escena y que José Luis Raymond ha ideado para provocar excitación desde el inicio. Y es que, aceptemos que los actores están muy a la intemperie, que el silencio impera en muchos momentos y que este impregna las butacas de la sala. Se escuchan sus movimientos, sus zancadas y por un momento querríamos estar, incluso, más cerca de ellos.
Insisto que no sé a qué montaje he acudido, que no puedo optar adecuadamente por una dirección concreta. Si uno lee los sobretítulos se pierde mucho, si acepta fijarse únicamente en la labor del grupo tiene que rendirse a la evidencia, y es que mucho de Ricardo III se difumina. La complejidad política se desvanece en la vehemencia. Nos queda un retazo, una amalgama de furias y de vicios. Aunque, por ejemplo, David Blanco haga de La Encapuchada (la muerte) y se le escuchen algunas frases. Y, a pesar de que el Clarence de Vasco Seromenho posea una energía magnífica y sea capaz de trasladarnos sus temores antes de ser asesinado, nos quedamos sin el despliegue del argumento, del plan macabro. Y vale que Marta Sales y Tony Weaver, que funcionan como pareja de asesinos y luego de ciudadanos, tengan unas pizcas de comicidad; pues en ese mundo grotesco el humor tiene cabida, si bien por exceso.
Pienso que es loable la tarea de Marco Paiva enfrentándose (y enfrentándonos) a este reto. Ya nos entregó un encomiable Calígula murió. Yo no. Ahora, con este espectáculo, defiende con entereza que la lengua de signos implica una carga expresiva que sobre las tablas impresiona y descoloca.
Dirección: Marco Paiva
Texto: William Shakespeare
Adaptación y ayudante de dirección: Magda Labarga
Reparto: David Blanco, Ángela Ibáñez, María José López, Marta Sales, Vasco Seromenho y Tony Weaver
Escenografía: José Luis Raymond
Iluminación: Nuno Samora
Vestuario: Ikerne Giménez
Sonido: José Alberto Gomes
Fotografía: Geraldine Leloutre
Tráiler: Bárbara Sánchez Palomero
Diseño de cartel: Equipo SOPA
Coproducción: Centro Dramático Nacional, Teatro Nacional D. Maria II y Terra Amarela
Colaboran: Teatro Nacional São João y Cineteatro Louletano
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 29 de octubre de 2023
Calificación: ♦♦♦
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