Josep Maria Miró nos lleva en el Teatro Español a un espacio de expiación para ahondar en la cuestión del acoso escolar
La extrañeza que se consigue en los primeros instantes de esta función, cuando todo lo que sucede no parece más que dirigirnos hacia una atmósfera de cercanía, es lo que logra atraparnos durante la mayor parte del tiempo. Una señora mayor, de pelo cano, una Lola Casamayor que posee un rostro capaz de expresar una ambigüedad natural que encaja excepcionalmente en este prólogo. Un gesto maniqueo de alguien que duda y que nos hace dudar; porque parece una ancianita algo desnortada, solitaria, vagabunda, sin un lugar al que ir. La picaresca de alguien que ha robado en un supermercado y que tiene la capacidad para seducir al segurata. ¿Qué ocurre ahí entre tanto diálogo rayano en el absurdo? Quizás este clima de misterio que el dramaturgo consigue alargar hasta bien avanzada la pieza sea la demostración de su habilidad en la escritura; pero luego uno tendrá la sensación de que la cuestión esencial no deja de ser una reverberación en tres personajes que están esbozados con los rasgos esenciales, que nos valen para hacernos una idea; pero no para profundizar en la complejidad de su personalidad.
No creo que sea el texto más brillante de Josep Maria Miró (todos seguimos recordando El principio de Arquímedes); puesto que parece anclarse demasiado en el conflicto moral de la conciencia, con cierto prurito cristiano, como el de expiar los pecados en ese purgatorio con el que podríamos asemejar La habitación blanca. No digo que sea un puritanismo victoriano como el que expele Dickens con Cuento de Navidad; pero no deja de insertarse en esa tradición de la que tenemos ejemplos desde Gonzalo de Berceo con los Milagros de Nuestra Señora. Porque el asunto va de acoso escolar en la infancia y de reflexionar acerca de nuestras responsabilidades.
Se empiezan a multiplicar los textos sobre suicidio en jóvenes. Se ha abierto la espita una vez se ha determinado que se debe romper con el tabú y que debemos hablar abiertamente. Por eso, hace unos meses asistíamos a Karaoke Elusia y el pasado año, una de las películas mejor escritas, Close, acertaba a recrear el efecto que puede causar en un preadolescente la conmoción del desapego del amigo más íntimo. Por no hablar de esa obra maestra imprescindible que es Un pequeño mundo, de Laura Wandel, que aquí nos viene muy a cuenta.
El acoso escolar generador de consecuencias absolutamente terribles e irreparables. No es que aquí se concreten avatares muy distintos a los de otras experiencias. El niño pelirrojo se convierte en Pumuki (como el Zanahorio en la película Cobardes) y por lo tanto en el símbolo del derrotado, en el saco de boxeo que golpear, en el guiñapo a través del cual otros pueden demostrar su pequeña fortaleza para no convertirse ellos en las víctimas. Los pequeños golpes de cada uno, y las mofas leves de tantos, sumados en uno solo hasta que ya no se puede más y parece que nadie se da cuenta, ni los maestros, ni los familiares, ni otros muchachos.
Desde luego, es un montaje que necesariamente debe exprimir el buen hacer actoral; puesto que la sencillez de la escenografía no nos ofrece más que el lógico blanco entre unas sillas y una mesa. En este sentido, Jon Arias, que hace de Carlos, resulta muy convincente; porque representa a ese «fracasado» al que no le ha quedado más remedio que aceptar ese desmotivante empleo en un súper, para dedicarse a la vigilancia. Mientras que Paula Blanco se encarna en Laia, una mujer vehemente y segurísima de sí misma (así parece aseverárselo, mientras sostiene nerviosamente un cigarrillo que no fumará), soberbia, soltera y embarazada, y empeñada en justificar sus decisiones a cada paso. Ocurre con este personaje que se quiere remarcar enseguida, que si en el anterior su conformismo (o derrotismo) se podía describir con menos elementos, con ella es demasiado descarado. Algo similar pasa con el tercero, Manuel, al que Santi Marín imprime una altivez grosera muy evidente, una chulería de arquitecto soberbio que intenta ocultar los estragos que el estrés le está provocando.
Bien es cierto que se va configurando una intercalación de las breves situaciones, que se juega con nosotros en el reparto de los tiempos y la disposición de los diferentes espacios para quitarle linealidad; algo que Lautaro Perotti dirige con la suficiente pericia como para que el asunto fluya. En cualquier caso, la obra tiende a lo fabulístico, a esa manera que tienen los apólogos de plantarnos caracteres planos que deben tener una significación clara, como acontece aquí. Estos tres jóvenes no dejan de ser unos ejemplos de otros tantos alumnos que pudieron haber pasado por las manos de la maestra. Es decir, constatar la hipótesis —así se demuestra en la práctica totalidad de los colegios y de los institutos en algún grado de gravedad— de que si se dan las mínimas condiciones (se van a dar) la manada actuará con crueldad mientras terminamos, o no, de domarla. Por eso, a lo mejor, la señorita Mercedes está ahí, como la virgen, para concederles su «merced», su perdón: si a partir de entonces reconocen el daño que hicieron cuando eran niños, cuando eran inocentes. Ella, por su parte, quizás también pudo haber hecho más, siempre se puede hacer más; aunque nunca existirá la infalibilidad si, paradójicamente, se educa en pos de la libertad.
Autor: Josep Maria Miró
Dirección: Lautaro Perotti
Traducción: Eva Vallines Menéndez
Reparto: Jon Arias, Paula Blanco, Lola Casamayor y Santi Marín
Diseño de espacio escénico y vestuario: Albert Pascual
Diseño de iluminación: Xavi Gardés
Ayudante de dirección: María García de Oteyza
Una producción de Flyhard Producciones SL – Sala Flyhard, con la colaboración de Timbre 4 y con la ayuda de Grec 2020 Festival de Barcelona
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 9 de abril de 2023
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “La habitación blanca”