Ernesto Caballero ha sabido sintetizar la novela de Kafka con gran habilidad, para configurar un montaje que destaca por su escenografía

Afirmaba el novelista y Premio Cervantes (y Premio Franz Kafka) Eduardo Mendoza en una conferencia hace ya más de un decenio que Kafka: «es un ser entrañable… pero es muy mal escritor… porque no tenía sentido de la narración… empezaba a Josef K. lo condenaron y no sabía por qué, ¡hombre, así no se empieza un libro; así se acaba!». Quizás tenga razón, y por eso cuando vemos una adaptación de El proceso, como aquí ha llevado a cabo con no poca brillantez Ernesto Caballero, lo importante acaba siendo la atmósfera creada. El acontecimiento podría durar dos, tres o cuatro horas; aunque también veinte minutos. Poco importan los vericuetos del transcurso hasta el final inevitable de la muerte de nuestro protagonista (tal y como se nos enseña al principio). Podría ser un sueño o una metáfora de nuestra sociedad que, más que nunca hoy, tiene a millones de ciudadanos enredados en una burocracia, ahora digital, que les lleva directamente a callejones sin salida que pueden provocar su expulsión del país, su desahucio, la llegada de una multa inasumible, su negación del pasaporte o del visado o de la nacionalidad o, incluso, su encarcelamiento. La sospecha de que todo está hecho adrede nos consterna; pero la pérdida de confianza en el sistema nos atemoriza aún más. Y creo que esta es la clave del meollo; al fin y al cabo, nuestro penoso condenado trabaja en la banca y ya sabemos que la credibilidad es fundamental.
Creo, insisto, que no se puede ir más allá de la manifestación de esa bruma, de ese miedo a la maquinaria del estado que es quien tiene, en definitiva, «el monopolio de la violencia» (M. Weber) y, por todo ello, la escenografía de Monica Boromello se convierte en el elemento más definitorio. La escenógrafa ha logrado una de sus mayores creaciones; porque ha sabido trasladar la idea de laberinto de una manera nada evidente, si no muy atrayente y simbólica. Desde la verticalidad de esas oficinas, quizás un fragmento de alguno de nuestros acristalados rascacielos donde los ejecutivos dominan las finanzas; para luego llevarnos a la horizontalidad de los gabinetes y sus burós, donde se pierden los documentos esenciales para tramitar los dictámenes.
La trama podría funcionar sin apenas palabras. La ambientación, los gestos de estupefacción, los impulsos robóticos y disciplinarios, la música de José María Sánchez-Verdú, que acentúa con violines y vientos la sensación de caos en los momentos de gran confusión, cuando el movimiento crea un desbarajuste excelentemente medido —en este sentido, el trabajo de José Luis Sendarrubias es muy consistente; ya que es muy necesario aunar la dinámica actoral con la escenográfica—, la lluvia y, cómo no, la iluminación de Paco Ariza, quien ha huido de lo tenebroso y se ha fijado mucho más en una claridad a veces ofensiva; puesto que nos deja esos rostros emblanquecidos por la caracterización que ha ejecutado Sara Álvarez. Por todo esto, es un buen montaje; porque eso es, en realidad, la sustancia del desconcierto.
Josef K. tiene en Carlos Hipólito a un señor poco expresivo, aunque no cae en el nerviosismo; como si solo pudiera confiarse a un error pasajero. ¿Por qué lo han detenido? ¿De qué se le acusa? ¿Qué ha ocurrido para que las instituciones dejen de funcionar correctamente? Él representa con sencillez al hombre común, no hay más que escucharlo cuando habla con su casera, la señora Grubach, interpretada por una Ainhoa Santamaría, que resulta más incisiva cuando se encarna en la mujer del juzgado. Luego, tanto Jorge Basanta como Juan Carlos Talavera, quienes hacen de inspectores, ejecutan mecánicamente esa muñequización propia de los esbirros del sistema con una asepsia subyugante. Por su parte, Alberto Jiménez recrea con astucia a dos personajes muy escurridizos como son Titorelli, ese pintor que parece un espía; o, después, el capellán, que nos deriva la obra hacia posiciones casi inquisitoriales. El resto del elenco completa la gran sintonía con Paco Ochoa resolviendo su juez con trazos de guiñol, mientras que Felipe Ansola se muestra muy ágil en los distintos papeles que debe acoger. Capítulo aparte merece Olivia Baglivi, quien aporta retazos de erotismo muy pertinentes con su Leni, para, de alguna manera, aliviar la asfixia hacia la que nos dirigimos.
El proceso es un texto que da vueltas sobre sí mismo; pero que Caballero ha sabido sintetizar en su justa medida para que no se alcance el tedio. Y es que el espectador no puede esperar que ocurra nada que varíe el camino predeterminado.
Basada en la novela de Franz Kafka
Versión y dirección: Ernesto Caballero
Reparto: Felipe Ansola, Olivia Baglivi, Jorge Basanta, Carlos Hipólito, Alberto Jiménez, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría y Juan Carlos Talavera
Escenografía: Monica Boromello
Iluminación: Paco Ariza
Vestuario: Anna Tusell
Música original: José María Sánchez-Verdú
Espacio sonoro: Miguel Agramonte
Caracterización: Sara Álvarez
Movimiento: José Luis Sendarrubias
Ayudante de dirección: Pablo Quijano
Ayudante de escenografía: Mauro Coll
Ayudante de vestuario: Eleni Chaidemenaki
Ayudante de iluminación: Daniel Checa
Fotografía: Luz Soria
Vídeo: Bárbara Sánchez Palomero
Coproducción: Centro Dramático Nacional y Lantia Escénica
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 2 de abril de 2023
Calificación: ♦♦♦
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