Vanessa Espín traza un breve y poetizado drama con aires lorquianos sobre una mujer maltratada
No sé si podemos tener en consideración intelectualmente a una dramaturga que toma para sí la siguiente afirmación: «La violencia machista mata más que el cáncer. La violencia machista mata más que el terrorismo de ETA». Aceptar comparación tan espuria puede indicarnos por qué se discurre en esta obra de la manera que lo hace. Es decir, no intentar comprender las implicaciones sociales, culturales, económicas, biológicas, legales, morales y políticas del hecho para atinar con la solución más precisa.
Viene esta propuesta, estrenada hace unos pocos años, a sumarse a una serie de montajes cargados de buenas intenciones, con pretensión de denuncia en relación a la violencia ejercida contra las mujeres en el ámbito familiar. Piezas que se ofuscan tanto en el límpido objetivo, que terminan por ser enormemente simplificadoras. Me refiero, por ejemplo, a Ana, también a nosotros nos llevará el olvido o El grito, con las que encuentro similitudes dramatúrgicas y éticas.
En Un animal en mi almohada podemos deducir una inspiración en el famoso caso de Juana Rivas, por una parte, pero también algún otro, mucho más desgraciado, donde el padre ha decidido vengarse de la madre matándose con sus hijos en un incendio.
Vanessa Espín se agarra al lirismo lorquiano, como si nos inmiscuyéramos en Yerma, para poetizar un drama muy breve y compuesto por el consabido discurso, donde la violencia realizada por algunos hombres procede de su educación o de la cultura en la que han crecido. Una visión ingenua, donde no podemos asegurar a qué periodo histórico se refiere exactamente. Estamos en un pueblo, quizás de Jaén (se habla del calor y de los olivos), podríamos estar en el presente, aunque debemos admitir que se nos habla desde un lugar de la España más recalcitrante, como si esas jóvenes que observamos vivieran absolutamente ajenas a los medios de comunicación, al nivel de enseñanza actual y que carecieran de una formación mínima, como para contraponer ciertas actitudes a todas luces insoportables hoy en día. Por su forma de hablar, no parecen unas analfabetas. Aunque ya digo, el uso de tantas metáforas, embellece un texto que nos «obliga» a contemplar a esas chicas en algo así como en un beatífico ambiente bucólico, como una hermandad, donde, ataviadas con la célebre diadema de flores, se da apoyo mutuo. ¿Qué educación han recibido ellas?
Estamos fuera del realismo, salvo cuando se le quiere echar en cara a la jueza su «irresponsabilidad» al decidir liberar al reo, y considerar que ya está preparada para regresar a la sociedad. Por el contrario, la atmósfera mágica deriva en que la curandera tiene ungüentos y explicaciones de carácter fisiológico para todos los males. Este contraste sí que nos retrotrae muy paradójicamente a una época primitiva y repleta de supersticiones.
Después, como suele ocurrir en este tipo de propuestas, no faltan los personajes llevados hasta el extremo, y que podríamos suponer inverosímiles. Ya sea la madre del asesino (no demasiado mayor), discurseando como si procediera de un lugar perdido hace decenios. O las típicas vecinas cotilleando sin saber sobre lo que hacen unos y otras. No parecen individuos de clase baja, sin instrucción, sin conciencia del mundo en el que viven. Las frases que escuchamos suenan muy anticuadas y no se nos ofrecen contrapesos que planteen otros puntos de vista, no, desde luego, para negar la mayor, es decir, el daño insoportable provocado por el auténtico maltratador; sino, en lo que podría resultar más interesante, o sea, las dificultades que los jueces tienen para proteger a las víctimas y, a la vez, cumplir con las leyes de un estado de derecho que debe procurar la reinserción de los victimarios a la sociedad civil. Preguntas como: ¿podemos garantizar la seguridad absoluta sin menoscabar los derechos fundamentales? Ni se plantean en toda su profundidad.
Y es que la obra nos cuenta cómo una madre decide marcharse con sus hijos fuera del pueblo, cuando se entera de que su marido, que está encarcelado por maltratarla, va a salir y va a poder estar con sus niños. En cualquier caso, Rebeca Hernando, quien no para de ofrecer actuaciones portentosas (véase su trabajo hace unos meses en La voluntad de creer), se entrega totalmente, y da cuenta de su verdadero sufrimiento y del desgarro que lleva por dentro en esa amalgama de sentimientos contradictorios. Después, el resto del elenco funciona como un coro, de hecho, en los primeros compases, cantan «Toma este puñal dorao», la cantiña de La Mejorana (Rosario Monje), donde Paula Iwasaki demuestra sus dotes vocales (luego se desenvolverá con soltura y gracia encarnando a la susodicha curandera). Por otra parte, Concha Delgado, haciendo de progenitora del preso, elabora una potente diatriba donde justifica con determinismo las enseñanzas machistas que ella ha aprendido y que ha transmitido a su hijo Gregorio. En otro orden, Elena González se queda con la jueza, resuelve con serenidad; pero creo, definitivamente, que merecería más líneas para darle empaque al texto. Finalmente, Laura Galán ofrece su dulzura, cuando encarna a una de las amigas.
El vestido de novia asaeteado por todas esas cuerdas rojas que se suspende sobre el escenario es atrayente y nos remite, también, al Lorca de Bodas de sangre. Un acierto de Elisa Yrezabal, que sobresale con la iluminación de Raúl Baena y Bela Nagy, quien dotan a la función de una tenebrosa angustia.
Está claro que la sociedad al conjunto debe continuar en su lucha por terminar con este tipo de crímenes (y de otros); pero es conveniente que en la esfera teatral se afine más con la hondura y complejidad humana, donde no suelen funcionar las soluciones irracionales.
Texto y dirección: Vanessa Espín
Reparto: Concha Delgado, Laura Galán, Elena González, Rebeca Hernando y Paula Iwasaki
Escenografía: Elisa Yrezabal
Iluminación: Raúl Baena y Bela Nagy
Diseño de vestuario: Almudena Bautista
Movimiento M: Amaya Galeote
Espacio sonoro: Antonio de Cos
Ayudantía de dirección: Alexandru Stanciu y Violeta Rodríguez
Coordinación de producción y distribución: Elena Martínez, ElenaArtesescenicas
Diseño de cartela: Mario Pérez Azcona
Producción: Fundación Juan Codina
Compañía: La Promesa
Teatro Fernán Gómez (Madrid)
Hasta el 18 de diciembre de 2022
Calificación: ♦♦
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