Aitana Sánchez-Gijón y Marta Poveda dan brío inconmensurable a la picaresca española a partir del texto que firma Álvaro Tato
Mi desconfianza inicial partía de las fotos. En el mal gusto de presentar así a unas pícaras en un cartel tan anticuado. Y no es que siempre los textos del barroco tengan que ilustrarse desde el realismo más sucio; sino que aquí se nos avanza una mezcla de vestuario que parece una insensatez. Porque da la impresión de que Tatiana de Sarabia ha intentado acercar al público actual a las pícaras de entonces y las ha vestido como si fueran una especie de superheroínas con unos trajes verde esperanza bastante ajustados que las convierten en unas bufonas de alguna baraja de Fournier, y luego como detectives, como si fueran Blacksad o El gato con botas. Me cuesta creer que la escenografía la firme Monica Boromello, que es una artista excepcional. Aquí me parece que ha configurado un cambalache que no acaba de tirar para ningún lado y que carece de coherencia. Ni simboliza suficiente, ni nos ofrece un contexto apropiado con esos cachivaches, cajones polivalentes para estas gatas, más allá de esa estructura ambigua, oval, que se sitúa en el centro y sirve (ab ovo) para convocar a la recién nacida; pero resignificar el oráculo especular y dar, también, cabida a la muerte como agujero negro destino del cadalso. Pero le tenemos que echar mucha imaginación. Desde ahí se canta el recurrente y maternal: «Empuja, madre, empuja, que me muero por vivir, que quiero que des a luz dentro del agua».
Ante todo, esta pieza nos persuade puesto que en escena tenemos a dos bestias de la actuación. Una pone su elegancia, su donosura y el atractivo sibilino; la otra es felina, ágil como una acróbata y descomunal en su braveza imparable. Aitana Sánchez-Gijón y Marta Poveda muestran su arte con soberbia y no desisten ni un ápice en su energía en toda la pieza como veremos. Bien es cierto que Álvaro Tato les ha regalado un texto trazado con mucha inteligencia, un manierismo picaresco, estereotípico en sus guiños del género (como debe ser) y moderno en esa querencia por trasmitirnos en la distancia la vida agria del hampa. Una obra que conjuga el humorismo conceptista a veces chabacano, con honduras de tragedia inefable. A la postre divertido y vibrante, si únicamente nos queremos quedar en la superficie del entretenimiento. Partimos de la loa inicial y de algunas jácaras —esos poemas que profundizaban con el lenguaje de germanías en la angostura de los bajos fondos, y que Bruno Tambascio va cantando. Luego, va poniendo música y sonidos a un espectáculo que nos quiere introducir hasta una oscuridad que no es tanta como la esperada en la iluminación de Miguel Ángel Camacho.
Se nos relata la historia de Elena de Paz, aquella pícara inventada por Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo en su breve novela La hija de Celestina; aunque un tanto tergiversada. A modo de analepsis o retrospección se nos lleva al origen de esta mucha que está a punto de recibir la pena de garrote vil por haber asesinado a su compadre Montúfar. Luego hay alguna remisión breve y episódica a La niña de los embustes, de Alonso de Castillo Solórzano y La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda.
Sí que he de reconocer que, en un sentido teatral, el vestuario ideado por Tatiana de Sarabia funciona estupendamente para propiciar las múltiples transformaciones de nuestras protagonistas, pues el número de personajes es ingente. Además, Yayo Cáceres dirige esas metamorfosis con una visión muy dinámica, pues se aprovecha el espacio al máximo y las idas y venidas se solventan con gran encanto, máxime si una se mete en el papel de la otra. Los equívocos, los requiebros y los engaños surgen en el travestismo delante de nosotros, mientras se impostan las voces en la sucesión de los encuentros. Uno, por momentos, querría estar más cerca; porque ese escenario se me antoja enorme en ocasiones.
Inicialmente, nuestra Elena es una Marta Poveda juguetona, verborreica intrauterina, a la sombra de una Aitana Sánchez-Gijón que se enmascara en la madre, la mora Zara, o en el padre Pierre, un buhonero. Rápido llegan las muertes a troche y moche que se asumen con tristeza y con empaque al mismo tiempo. Bien es verdad que a veces los episodios se suceden fugazmente y que se pierde hondura. La soledad lleva a Elena a buscarse la vida de la única forma que puede y que sabe. Se pone al servicio de algún amo, tal y como manda su condición, ya sea con un ventero o con una señora de posibles como doña Teodora. Pero, insisto, no se recrean esos episodios en demasía y nos quedamos con gestos que se repiten de forma humorística para pasar el trance, como los azotes que ejecuta la señora. La obra alcanza el clima propio de los rufianes y de las gentes de mal vivir cuando aparece Montúfar. La pareja nos deleita no solo con sus engaños, sino con sus giros lingüísticos. Una batalla dialéctica de ingenios que nos lleva al desastre: «¡Hideputa, bellaco, rastacuero, que me den garrote si vuelvo a hablarte en mi vida!». En el desenlace, el dramaturgo le mete densidad al asunto en la recomposición del tiempo, y creo que hila con gusto una especie de homenaje a todas esas pícaras (Justina o Teresa del Manzanares), que dieron cuenta de aquella decadencia barroca, donde el hambre aguzó la astucia y marcó el carácter de España. A Malvivir, como decía al principio, le falta una definición estética más precisa, una atmósfera; si no se quería realista, al menos, más atrayente respecto a un mundo grosero y duro. No obstante, posee otros muchos atractivos, principalmente la labor de sus protagonistas.
Con fragmentos de:
La hija de Celestina, de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo
La niña de los embustes, de Alonso de Castillo Solórzano
La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda
Tres letrillas y Un romance de Francisco de Quevedo
Dramaturgia y adaptación: Álvaro Tato
Dirección: Yayo Cáceres
Con: Marta Poveda, Aitana Sánchez-Gijón y Bruno Tambascio
Composición música original: Yayo Cáceres
Arreglos: Yayo Cáceres y Bruno Tambascio
Diseño de espacio escénico: Monica Boromello
Diseño de vestuario: Tatiana de Sarabia
Diseño de iluminación: Miguel A. Camacho
Una produccion de Ay Teatro
Naves del Español en Matadero (Madrid)
Hasta el 5 de junio de 2022
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Malvivir”