Pepe Viyuela protagoniza una propuesta de Ernesto Caballero donde se pretende cuestionar la vigencia de clásico como este de Molière
A vueltas con las adaptaciones y que si los clásicos esto y aquello. Vayamos por el principio, todos los clásicos han perdido su contexto y muchos de ellos incluso el lugar de representación. Observamos una simulación. Cuando algunos se agarran a la supuesta pureza, prácticamente nunca se hace el esfuerzo por situarse en la piel de los espectadores de entonces. Nosotros estamos aquí y contemplamos, con nuestro bagaje personal, lo que nos ponen por delante. Otra cuestión es confundir al autor clásico con la pretendida creencia de que todo lo que escribió ya es un clásico en el sentido que manejamos hoy en día (calidad y permanencia). Por ejemplo —tal y como se ha podido comprobar no hace mucho—, ¿nos dice algo la versión que realizó el francés del Anfitrión de Plauto? El Tartufo de Ernesto Caballero es una propuesta con varias miradas, y ninguna de ellas desea ajustarse a lo pudo ser. El Teatro Reina Victoria no es Versalles, ni tampoco Felipe VI es Luis XIV, por mucho que compartan linaje. El adaptador ha tomado sus riesgos; con unos ha fracasado y con otros ha encontrado solvencia, ma non troppo. Que los propios actores, antes de transformarse en personajes (pero ya siendo personajes, por supuesto, pues esto es una convención metateatral), se pregunten acerca de cómo acometer la tarea de trasladarles a los espectadores enmascarillados la comedia de Molière, implica, no solo desgajar la cuarta pared, sino hacernos partícipes de la imposibilidad que conlleva sostener la obra como tal. En definitiva, preguntarse qué sentido tiene seguir representando Tartufo. El problema vuelve a ser el mismo que nos encontramos cuando Rubén Ochandiano protagonizó la versión de Pedro Víllora hace unos años; es decir, aceptar que Tartufo ya es únicamente asimilado como hipócrita y no como falso devoto. Si la religión desaparece, quizás esta obra de Molière ya no nos dice tanto. Que sería una forma de responder a las dudas que plantea Caballero desde el inicio. Otro tema a plantear sería: ¿se está utilizando el nombre de Shakespeare, Molière o, sobre todo, Lorca, para «atraer» al público y después ofrecerle otra cosa? Ni siquiera en esta adaptación se pretende la modernización en sí del conjunto, ya que lo esencial se sitúa en el plano teorizante del teatro dentro del teatro (los actores se preguntan acerca de cómo enfocar un clásico) y en el plano de la intromisión abrupta. Porque lo que se ha hecho con el papel de Dorina es una exageración para cautivar a la platea joven. Vaya por delante que María Rivera tiene un talento portentoso y que resulta la mejor intérprete de todo el montaje, que se luce con su soltura, que propicia una dinámica fenomenal, que canta, que baila y que tiene gracia. Una actriz. Pero su criada suelta la lista completa de chonismos ilustrados, y llega un punto en el que es necesario tomarlo irónicamente. Ella sola trastoca, como un demiurgo juguetón, la función. Desclasar los clásicos, también parece un cometido noble; aunque probablemente espurio. La limpiadora del teatro devenida sapiencial manipuladora del amor, fémina empoderada que enmienda la plana moral del siglo XVII, para que los espectadores actuales se queden a gusto en su conciencia con tal anacronismo. Meter una coreografía tiktokera es alejarse de Jean Batiste Poquelin hasta el extremo. El asunto es que este carácter solamente encuentra un enlace en Pepe Viyuela; pues él sí que anhela aportar un enfoque —trasunto del director— diferente o, al menos, cuestionador del propio texto. Así que Viyuela, magnífico en esa encarnación difusa del personaje que entra y sale con cierta frecuencia de su Tartufo, además, toma una distancia irónica interna y externa, desde una comicidad intensificada en la escena fundamental (el trío interruptus, marido viendo cómo se le caen los palos del sombrajo). El problema principal —y ya la estética que impone Rivera es una pega importante— es que nos quedamos a medio camino de todo; porque sí que representan Tartufo, aunque sea reducido. Si no se hubiera llegado a ofrecer definitivamente, quizás la coherencia hubiera sido mayor. O si, al final, se hubiera traído totalmente la hipocresía actual con los pietistas de derecha y de izquierda —como de alguna manera se propone—, también hubiera tenido su aquel. Pero acogerse, encima, a la traducción versificada de José Marchena, favorece un híbrido que termina por apartarse de los presupuestos que se lanzan en el preámbulo. Es decir, ¿para qué teorizar, elucubrar y dudar, si al final le vas a entregar al respetable una sintética versión de la obra en cuestión? O sea, Caballero lanza la piedra artística, y luego esconde la mano, no vaya a ser que se le recrimine que «yo había venido a ver Tartufo, el de Molière». Toda esta dialéctica también genera que el resto del elenco, o quede deslucido, tal es el caso de Jorge Machín o de German Torres, que apenas cuentan con líneas suficientes (una lástima, pues son buenos intérpretes), o Javier Mira, que no queda más que como amante estereotipado de Estíbaliz Racionero, quien, al menos, tiene su momento Femen, con los pechos guiando a la emancipación de la mujer (o algo así). El Orgón de Paco Déniz se queda para que, con su mujer, Silvia Espigado, construyan la única escena desarrollada con pujanza de eso llamado Tartufo; junto con Viyuela, configuran un gag subido de tono, con estrategias sibilinas, que tiene su aquel sensual. Podemos encontrar concomitancias con otra de esas búsquedas artísticas que emprendió Caballero en La autora de Las meninas, ese intento por romper con lo establecido desde el humor y lo inesperado; pero, en este caso ha faltado una síntesis que recoja las ideas que se esparcen inicialmente.
Autor: Molière
Versión y dirección: Ernesto Caballero
sobre la traducción versificada de José Marchena.
Reparto: Pepe Viyuela, Paco Déniz, Silvia Espigado, Germán Torres, María Rivera, Estíbaliz Racionero, Javier Mira y Jorge Machín
Escenografía: Beatriz San Juan
Vestuario: Paloma de Alba
Iluminación: Paco Ariza
Asesoría de movimiento: Karina Garantivá.
Espacio sonoro: Luis Miguel Cobo
Ayudante de dirección: Nanda Abella
Dirección de producción: Maite Pijuán
Producción ejecutiva: Álvaro de Blas
Ayudante de producción: Ana López-Rúa
Reportaje fotográfico: David Ruano
Maquillaje fotografía cartel: Carmela Cristóbal
Estilismo fotografía cartel: Fer Muratori
Una producción de Lantia Escénica
Teatro Reina Victoria (Madrid)
Hasta el 31 de octubre de 2021
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Tartufo”