Un thriller escrito y dirigido por Tirso Calero, donde todo el suspense queda arruinado por la retahíla de explicaciones
Cada vez que la sacrosanta norma literaria de no dar explicaciones (nunca dar más de las estrictamente necesarias) se incumple, se anuncia el desastre; cuando se incumple hasta límites insospechados, llega la hecatombe. Ni a un niño se le desmenuza tanto un argumento. Tarántula aspira a ser un thriller teatral; no obstante, el suspense queda deshilachado en el largo epílogo verborreico. La tensión esperada en el transcurso de la función contiene claros errores de dirección. Tirso Calero es, ante todo, guionista de televisión (Amar en tiempos revueltos, Cuéntame…) y ha debido creer que el lenguaje teatral es absolutamente distinto —y en gran medida lo es, por supuesto—; pero sigue siendo un lenguaje audiovisual. Es decir, si algo queda mostrado, no debe ser contado. Las redundancias son desconsideraciones a la inteligencia del público y, de estas, se dan muchas en este montaje. Sin ir más lejos, la película de 1967, Sola en la oscuridad, dirigida por Terence Young y protagonizada por Audrey Hepburn —su imagen aparece, además, en un retrato pop dentro de la escenografía—, se nos viene en seguida como referencia. Precisamente, en ese film, muchos de sus silencios se echan de menos ya desde el inicio en el Teatro Reina Victoria. Porque la puesta en situación anticipa unos modos altamente inconsecuentes para detallar el conflicto. Laia Alemany es una joven invidente, casada con un importantísimo juez, que llega cargada con unas bolsas a su piso el día de Nochevieja. La actriz, más allá de las complejidades que supone interpretar fingiendo que se es ciega, se muestra dubitativa; aunque luego, cuando verdaderamente se convierte en la auténtica protagonista, se apodera mucho más del discurso. De todas formas, la cuestión de esta función radica en las frases que tenemos que escuchar, cómo se van remarcando las acciones que ya estamos contemplando o cómo se recurre, por ejemplo, a una inaudita llamada de teléfono a los cinco minutos de alguien que pretende hacerle una encuesta —ya saben, un truco para que los espectadores conozcamos su nombre, su edad, su profesión,… como si nos hiciera falta—. Digamos ya claramente que el texto de Tirso Calero está recargadísimo y que requeriría pulirse mucho más. La mitad de los enunciados sobran y las inverosímiles —como veremos más adelante— coincidencias que se pretenden engarzar como si hubiera una conjunción astral, descuadran cualquier lógica para un espectador que anhele algo de coherencia. Sara, que así se llama la protagonista, deambula por su casa, un espacio octogonal que ha creado Lorena Rubio y que nos hace pensar en una tela de araña, con varios elementos decorativos que nos dan a entender un nivel de vida alto. Un terrario con una tarántula inquietándonos, una recoleta barra para crear cocteles o un muñeco que lanza carcajadas cuando le viene en gana y que sirve indefectiblemente como macguffin. Desde el punto de vista visual resulta seductor; aunque debemos obviar la mano de plástico que yace en el suelo (hace daño con solo mirarla) y que pertenece al marido que un intruso acaba de asesinar. Además de unos insensatos golpes de luz que parecen sustituir a los golpes de cámara o a la música chirriante en el cine. El papel de Nico le ha tocado a Álex Barahona. El actor carga con un papel sin fuste, apenas delineado, y lo saca adelante con bastantes dudas. Es un ingenuo, un tipo capaz de pinchar a otro hombre con su navaja; pero por puro miedo. No habla como un quinqui, sino como un adolescente que se ha metido en un lío muy gordo. Extrañamente es un drogadicto que requiere su papelina; aunque corporalmente no sufra un mono incipiente y, lo que resulta más curioso; cuando después se mete algo, parece que se recompone como si le hubieran dado una pócima mágica en lugar de haberse inyectado caballo. En fin, son demasiado detalles así. Si nos ponemos puntillistas, pondremos en duda que detrás de esto esté alguien experimentado. O hemos de aceptar que un cóctel se prepare sin mezclar nada, o que ella se pueda desplazar en la oscuridad y coger el teléfono y llamar a la policía en menos de tres segundos. Además de ello, el thriller, entra en puntos muertos chocantes. Esto se observa muy bien cuando llega Antonio, el otro implicado en el proyecto de robo. Armando del Río —quien ya colaboró con Alemany en Danny y Roberta— demuestra tener más apostura y se maneja con mayor sensatez. Pero su personaje no tiene el empaque suficiente, tampoco. Al principio, se finge un inspector de policía; no obstante, después —casi a continuación—, cuando se evidencia que ambos están compinchados, no se percibe a un líder que maneje el problema. Y eso que estamos hablando de un profesional. Son dos individuos que no saben qué hacer y que, igual que encierran a su rehén en el baño, luego la sacan y se dejan comer la cabeza como dos pardillos. O rebajan su nerviosismo y no se muestran agresivos para intentar descubrir dónde puede esconderse el supuesto dinero que han ido a buscar. Son unos ladrones incomprensibles, que entran en las habitaciones a ver si encuentran algo, sin hacer ruido, y lo hacen varias veces, sin inquietud apremiante, como si estuvieran esperando a que pase el tiempo. Definitivamente, la única baza de este espectáculo es Sara. Al menos, en cuanto que es ingeniosa, y es capaz, a través de sus mentiras, de manipular y de dominar la situación —en exceso, diría; pues, dadas las circunstancias, no parece correr mucho peligro—. Y, si de intriga tratamos, parece bastante sensato que esos engaños también jueguen con nosotros y provoquen nuestras dudas incluso al terminar la función. Pero no, aquí se quieren zanjar todos los asuntos. La cuestión es que ella es la única que tiene toda la información, y ellos están en la inopia; así que, la «víctima» también se acoge al papel de detective que viene a resolver el caso. Un dos en uno inoperativo. Y que si un empresario enfangado en movidas con el narcotráfico, que si su esposo era un corrupto, que si el accidente por el cual se quedó invidente fue culpa de este o de aquel, y que resulta que coincide que… Y que si la madre prostituta, y la hermana en un sanatorio y el padre un maltratador… Y que si hasta la lucha social; porque la droga hace mucho daño. Mal asunto es si el público ríe, no solo con algunas ingenuidades de Nico; sino también cuando las exageraciones entre tanto giro inverosímil ya se salen de madre. Véase, por ejemplo, que la protagonista, insistamos, ciega, roba un reloj y lo deja en un parque para que lo coja un muchacho que luego va a entrar en su casa a robarle. O que se emplee una pistola contra alguien que ve y al que se le obliga a ponerse un cascabel. Podría seguir en esta concatenación; de todas formas, será el espectador quien vaya cayendo en la cuenta de que el engrudo es insostenible y que el propio asistente sentirá que no se le permite participar desde su propia capacidad lógica. Hará unos años se llevó a los escenarios La soga, de Hitchcock, uno de los pocos ejemplos de obra de suspense con ese cariz clásico que funcionaba sobre las tablas (apúntese también Carlota, de Mihura). En Tarántula puedo encontrar paralelos estilísticos con Veneno para ratones, una obra de Alberto F. Prados, de 2016. El género sigue vigente, no hay más que ver el éxito que tuvo en el cine Puñales por la espalda en 2019. En la propuesta de Tirso Calero parece darse una búsqueda denodada por el público masivo al que se supone que hay que darle todo hecho.
Autor y director: Tirso Calero
Reparto: Laia Alemany, Armando del Río y Álex Barahona
Escenografía: Lorena Rubio
Diseño de luces: Juanjo Llorens
Diseño de sonido: Daniel Peña (Mubox Studio)
Música original: Mariano Marín
Una producción de Cromagnon Producciones.
Teatro Reina Victoria (Madrid)
Hasta el 1 de agosto de 2021
Calificación: ♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en: