Bàrbara Mestanza pretende construir una performance sobre un abuso sexual sufrido por ella a través de su propio testimonio

¿Merece la pena hacer una crítica sobre un evento así? Es decir, sobre un espectáculo que no te permite la indagación, que toma al público por cautivo, que se presenta cerrado y que, además, es rácano en ideas dramatúrgicas. Sucia es otra de esas redundancias autoficcionales que tanto hartazgo producen ya. «Tanto yo, mí, me, conmigo». «Tanto es así, porque me ha pasado a mí». «Esto es importante porque es sobre mí». Si la misma sala hace unos meses acogía el montaje Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero; ahora, en la misma línea conceptual, acoge esto. Bàrbara Mestanza, de la que ya di cuenta por su obra La mujer más fea del mundo, nos cuenta que hace unos cinco años un masajista abusó de ella, se propasó, la sobeteó sin su permiso en sus partes íntimas y la retuvo durante tres horas en un cuchitril donde apenas entraba una camilla. Ese es el hecho. Lo aceptamos, y esperamos que con ello propicie una obra de teatro, una dramaturgia. Pero como ya estamos habituados a ciertos procedimientos, la mínima ficción, la sugerente autoelucubración, quedan reducidas a jueguecitos paródicos e infantiles. Lo importante es asentar un dictamen, un pensamiento y una autodefensa. Y cuidado con aquel que ponga pegas. Y es que se ha llegado a un punto en esta cuestión que criticar algún aspecto, por ejemplo, de la Ley Integral contra la Violencia de Género, no aceptar que se meta en el mismo redil a todos los hombres, que se establezca la absurda dicotomía: los varones, por su naturaleza, son protovioladores en potencia, y las mujeres son seres pacíficos y bondadosos que pueden actuar mal, no obstante, siempre es a causa de las imposiciones del patriarcado; o que afirmes tajantemente que en España no hay patriarcado (poder del Estado, de los padres o de la Iglesia sobre mujeres sin derechos); aunque sí gestos y actitudes machistas que se van aminorando y que, en absoluto, son estructurales, supone ser acusado de bárbaro, de facha (por supuesto) y, de algo que resulta irrisorio: «privilegiado» hombre blanco heterosexual. Privilegiado, en fin. Dicho esto, son terribles los asesinatos machistas, las violaciones y los abusos sexuales. Debemos luchar con sensatez para intentar que no ocurran, y debemos hacerlo sin perder nuestros derechos y libertades. Creemos a Mestanza; pero su propuesta teatral es de un populismo repugnante, de una flaqueza intelectual que recoge ese engrudo seudofilosófico con el que cierto feminismo se intenta inscribir en las cabezas irreflexivas de parte de la sociedad. Todo es mucho más complejo de como ella lo expresa. Si su aspiración, como afirma, es ver a una masa de hombres en la Puerta del Sol suplicando perdón por los daños ancestrales que los varones han cometido sobre otras mujeres, entonces no ha entendido nada de lo que suponen los estados de derecho. Tenemos a una mujer que alcanza los treinta años; no obstante, se manifiesta como una adolescente que no acepta otros discursos o interpretaciones a su padecimiento. La obra se dispone de tal manera que el espectador queda inerme y cautivo ante tamaña perorata sesgada. Primeramente, somos invitados a realizar una encuesta anónima a través de nuestro móvil, unas pocas preguntas sobre si hemos cometido o recibido un abuso. Ya sabemos que hoy abuso es un conjunto de hechos que no parecen graduarse con equilibrio. Datos que, por supuesto, se emplearán con las falacias pertinentes a las que ya estamos acostumbrados. Antes de entrar en harina, se proyectan a lo grande declaraciones de hombres anónimos opinando sobre acoso, denuncias, del porqué del mal en los hombres (silencio). Merece la pena apuntar, aunque sea como anécdota, que a los diez minutos un tipo abandona la sala enfadado y que luego, su fémina acompañante, hace lo propio esgrimiendo diversos eslóganes sobre la libertad de las mujeres y atacando al feminismo de las débiles (qué poca paciencia). Ante tal interrupción, no faltan descalificaciones —escucho voces femeninas— poco sororizantes con la discrepancia. Nacho Aldeguer, que es el productor de la performance, y que ha tomado las riendas del asunto para ser el monologador (o sea, se mete, con su cuerpo de hombre —creo que es un hombre, yo ya no sé— en el papel de ella), no tiene problemas en parar, aceptar la provocación (es un actor muy dispuesto a la provocación y a salirse por la tangente) y continuar. Aire de videoclip, mucho chunda chunda y luces estroboscópicas. El intérprete se emplea a fondo y, en cierta medida, propicia con habilidad una atmósfera misteriosa. Lástima, que no se continúe por esa línea. TRIGGER WARNING. Detengámonos un instante. Acompáñenme, queridos lectores, atentos e inteligentes. Camilla en el centro del escenario, Aldeguer, en bolas, solicita que levanten la mano los varones que tengan un tatuaje en el brazo (como el del abusador). Esto es teatro moderno. Pide un voluntario para que baje a contribuir con la dramatización. Baja M. M. no es un vampiro, es un sencillo espectador, un joven apocado de manos temblorosas que se enfunda unos guantes de látex, un chaval entregado a la causa que, al final de la función, tras el abrazo del actor, llorará —especulo— con su aliada sensibilidad de su nueva (e)masculinidad en el hombro de su compañera. M. se ha prestado a sobetear afanosamente el bullate de nuestro intérprete e, incluso, a sondear su ano con torpeza proctológica. Pero, oh, sorpresa, que irrumpe Mestanza para hacerse cargo de su artefacto. Nos viene a decir que, en la encuesta, la mayoría no tenía constancia de ningún abuso; así que habíamos tenido que acudir al teatro para observar uno. Ciertamente, aquella escena daría para que la metieran a ella en el trullo por incitar a un abuso o, a todos los espectadores, por no haberlo parado. Ella carga las tintas para cumplir con dos extensas horas de redundancia y confesiones sonrojantes. Juega el papel de víctima (qué le podemos expresar) y de dramaturga (difícil medir entre las dos), y ninguna de las dos condiciones la convierte en una experta de nada. Su espectáculo se aquilata con vídeos en los que aparecen entrevistadas nada más y nada menos que: una sicóloga especializada en violencia machista y abuso, una abogada penalista e, incluso, Victoria Rosell, la delegada del Gobierno contra la Violencia de Género. El montaje deviene en periodismo. Tanto que la actriz decide buscar al tipo que la manoseó; porque ha llegado a la conclusión de que debe denunciar (de paso también podría hacerlo sobre la dueña de la herboristería que un poco cómplice parece), mientras hace teatro. Todos los huecos argumentales se inflan con pantomima, con ironías (alguna bien traída, véase la indirecta lanzada sobre Beyoncé), el disfraz de vagina o Trump, el pseudoprograma como los que hacía Isabel Gemio. Aldeguer y Mestanza rellenan una función que tiene un rumbo; pero que se demora con gags insustanciales y frívolos. La cuestión, definitivamente, es el panfleto declamatorio con el que esputa su rabia. Porque, claro, cómo le ha ocurrido eso a ella que es una mujer de izquierdas, feminista y que es culta, puesto que pertenece al mundo de la cultura. O sea, cómo alguien con esa superioridad moral y tan concienciada ha caído en esa trampa. Ya que gran parte de la trama se sustenta en la idea de que no se puede preguntar por qué no hiciste nada, por qué no te levantaste y te marchaste, por qué no gritaste y pediste ayuda, por qué pasado el tiempo no denunciaste cuando sabías que se lo podía hacer a otras chicas y que eso, como feminista, supone una responsabilidad. Ella es una víctima y a las víctimas no se les puede preguntar nada. Aunque a las dramaturgas sí. Aunque allí no haya nadie para hacerlo. Ella quiere llorar con la cámara puesta en el ojo para que se proyecten sus lágrimas a pantalla grande. Ella quiere decirnos que ha aprendido a decir NO a todo (uno tiende a pensar que un adulto, quizás, debe aprender a decir sí, a tener y a desarrollar su voluntad proactivamente. Yo qué sé); porque, como le está ocurriendo a muchas chicas jóvenes, el miedo se ha insertado en todo su ser y de nada vale racionalizar. El miedo se lo han insertado. Ella se siente sucia, porque su cultura feminista de izquierdas no le ha resultado suficiente como para no considerar pecaminoso el sexo, el cuerpo y su conciencia. Ella, en definitiva, anhela que los hombres se postren en la Puerta del Sol para pedirle perdón a todas las mujeres de la historia y del universo. Por consiguiente, me repito —mientras recuerdo cómo la mayoría de la grada se ponía en pie a aplaudir fervorosamente—, qué podemos hacer con un ¿teatro? así.
Dramaturgia y dirección: Bàrbara Mestanza
Reparto: Nacho Aldeguer y Bàrbara Mestanza
Ayudante de dirección: Jaume Viñas
Asesora dramatúrgica y actoral: Laia Alberch y Anna Maruny
Diseño espacio escénico y vestuario: Paola de Diego
Diseño iluminación: Adrià Pinar
Diseño sonido y gráfico: JUMI
Dirección audiovisual: Marc Pujolar
Fotografía: Luz Soria
Cámara entrevistas: Mikel Arostegui
Comunicación: CODEA
Jefa de prensa: Josi Cortés
Asesora conciencia género: Lídia Casanovas
Psicóloga violencia machista y abuso: Anna Planadevall
Periodista de investigación: Nuria Juanico
Abogada penalista: Carla Valls
Delegada del Gobierno contra la Violencia de Género: Victoria Rosell
Producción: Nacho Aldeguer, Mayte Barrera y Rosel Murillo
Asistentes de dirección y producción: Cristina Arias y Denisse Cao
Idea original de espacio escénico: Anna Cornudella
Colaboración especial de Monica Boromello, Néstor Reina y Kiwi Bravo
Agradecimientos: Festival Temporada Alta, La Virguería, Sala Ivanow, Estudi Karloff, Andrea Aguilar, Alejandro Bordanove, Berta García, Albert Llimós, Quico Montañez, Teo Planell, Octavio Salazar, Rubén Sánchez, Miguel Ortega y Alejandro Corrochano
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 30 de mayo de 2021
Calificación: ♦
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Un comentario en “Sucia”