La mujer más fea del mundo

El monólogo estratosférico y desaforado de Ana Rujas construido con retazos biográficos sobre el peso de su belleza

Foto de Carlos Luque

Ana Rujas es objetivamente bella. Cualquier cerebro humano detectará ipso facto que su rostro es hermoso. La belleza es un valor; porque nos produce satisfacción (a veces enorme) y nos informa, además, de ciertas ventajas biológicas (si nos ponemos darwinistas). Pero llevar ese atractivo encima las veinticuatro horas del día puede suponer un agobio. Lo que nos encontramos en el ambigú de El Pavón Teatro Kamikaze es a una actriz desgañitándose para expulsar sus demonios, como una especie de personaje perfilado por Koltès; pero aderezado con aires pop. Dispuesta como una virgen sobre el altar, llorosa no por la muerte de ningún hijo, sino por estar ahogada en un vacío interior que la impide respirar, nos escruta. Que a continuación, una vez se ha desprendido de su atuendo y se ha colgado su camiseta (con mensajito de mamá, por supuesto) y su pantaloncito corto, tome a alguien del público porque necesita bailar, supone una acción que no encaja, que desde la frialdad y sin música parece un hecho con poco criterio. El resto es un discurso basado en su propia experiencia y en la de Bàrbara Mestanza, coautora del texto. Tirada en el suelo del cuarto de baño, en plena bajona, en pelotas y en un bloqueo profundo durante horas. Rujas saca toda su furia y lo da todo, y cuando su arenga tremebunda, cargada de palabrotas, con mucho «follar», «follar» y «follar», se aleja de lo que parece puramente biográfico y se diluye en una locura onírica y lisérgica repleta de ironía, autosarcasmo y patetismo nos encontramos con un desfase lógico y terrible en aquellos que se han adentrado por la vía disoluta. Coca a kilos esparcida por la mesa, alineada por una tarjeta gigante de la Seguridad Social (perteneciente al gurú hippie-multimillonario más famoso de Brasil) y esnifada por un turulo de medio metro; junto a un hombre cosificado para el fornicio. Discotecas, droga, cuartos de baño, bebercio, bailoteo y contoneo con el revoloteo de los aduladores emulando la danza de la seducción tosca, ida de olla y bajada a los infiernos con un diente mellado. Tiene esa sustancia humorística que nos engancha y tiene una capacidad de atracción entre sus voces, que nos impele a descubrir hasta dónde se puede caer. El espacio es de un blanco impoluto y en la pantalla se proyectan los títulos de los capítulos y algunas escenas de bichos carnívoros. Una escenografía de Anna Cornudella que insiste en lo higiénico, en lo limpio, en la ablución, también lo siquiátrico y en la farlopa taquicárdica. Pero, además, hay que reconocer que cuando se pone en plan personal, con nombre y apellidos, y la queja nos traslada hacia la inmadurez, las proclamas se van perfilando hacia la inconsecuencia. Porque de manera soterrada se anhela construir un manifiesto político sobre las apariencias en un mundo consumista, hiperestetizado, donde la belleza cotiza al alza y la juventud es un tesoro que se debe criogenizar el mayor tiempo posible. Conocemos los orígenes de la adolescente que consiguió trabajo como modelo gracias a su bella cara simétrica; aunque su cadera se llevara las críticas de esas diseñadoras de moda que requieren la percha perfecta. La anorexia no se hizo esperar ante los requerimientos idealizadores. El mundo de la actuación le permitió realizar series más o menos exitosas; aunque su lectura sea pesimista, desencantada y altamente crítica. Por otra parte, según avanza su descarriado solo nos vamos acercando más hacia una disposición más personal, política y, claramente, propia de esa infantilización que se encuentra en los veinteañeros que han visto chafadas esas expectativas que les habían vendido en su adolescencia. Una vez que ha caído la religión institucional y sus guías espirituales en el púlpito, y han sido sustituidos por influencers analfabetos cargados de azúcar y coaches que proclaman la psicología positiva como el nuevo mantra; solo queda el vacío ante una realidad que no se corresponde con lo prometido. Sí, amiga, el «si quieres puedes», el «ya verás cómo logras cumplir tus sueños» y toda esa parafernalia mrwonderfuliana son una gran estafa. Es cierto que pertenece a una generación que ha sido bandeada entre acceso fácil a todo, el proteccionismo paternal y unas exigencias sociales para las que no han sido preparados. No hay más que juguetes rotos y muchachos y muchachas emparanoiados con ser famosos. Y aunque llegamos a escuchar algo de autocrítica, hay mucha queja hipócrita del consumismo, del capitalismo y de la industria de la belleza (de la que ella se ha beneficiado). Este es nuestro mundo, quejarse hasta de ser guapa. Al final, siempre está mamá y, por lo visto, puedes encontrar amparo ―aunque sea atea (la religión no se ha marchado, ni mucho menos)― en la virgen. Tan anciana y tan hermosa, con ese rostro pulcro «tan habitual» en los judíos de Judea (¿lo ves? La belleza simbolizando la bondad y la piedad). Como dijo Tamara Falcó: «Mi ideal de mujer buena es la Virgen María». Pues sí, La mujer más fea del mundo ―título bastante cínico― es un desahogo, que proclama tetazos en defensa propia como una activista de Femen; pero también es el lloriqueo de alguien que se pasó de la raya.

La mujer más fea del mundo

Texto: Bàrbara Mestanza y Ana Rujas

Dramaturgia y dirección: Bàrbara Mestanza

Intérprete: Ana Rujas

Ayudante de dirección: Edu Tudela

Asistente de dirección: Maria Roig

Movimiento: Carla Tovias

Escenografía: Anna Cornudella

Diseño gráfico: Borja Pajuelo

Fotografía: Carlos Luque

Producción: Júlia Simó

Una producción de La Otra Bestia y Amici Miei Produccions

El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)

Hasta el 3 de noviembre de 2019

Calificación: ♦♦♦

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3 comentarios en “La mujer más fea del mundo

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