Las Naves del Matadero acogen la versión que el mexicano David Gaitán presentó en el pasado Festival de Mérida sobre la gran tragedia sofoclea

Al menos se ha tenido la decencia —no siempre ocurre así— de no mentar a Sófocles. El texto, la dirección, y toda la responsabilidad de lo que pasa en escena es de David Gaitán (México, 1984). Y aquí se le enmienda la plana al dramaturgo griego y se propone una confrontación de fuerzas y de tonos harto distinto, y harto, también, políticamente correcto. La única figura que verdaderamente nos puede atraer y que arrastra con vesania —casi otro Calígula más— todo el montaje, es Creonte. Y eso que el personaje ha sido caricaturizado torticeramente para acomodarlo a morales y a gustos más ajustados a las democracias de sufragio universal como las nuestras, que a la ateniense del siglo V, una sociedad tan machista a nuestros ojos, como deudora de unas costumbres religiosas entreveradas con sus leyes de una forma mucho más acuciante que en nuestros días (y si no que se lo digan a Sócrates, todo un cumplidor). Gaitán ha desfigurado de tal manera a los personajes que lo que tenemos delante es una farsa. Aceptemos que la Sabiduría que interpreta con sequedad (y luego sin coherencia) Clara Sanchis, nos tiene que valer para ocupar el lugar de Tiresias. Si falta este, el componente oracular, mágico y premonitorio desaparece. Y es que este montaje es una anulación constante de capas de complejidad, cuando se aspira, irónicamente, al debate «complejo». Tomemos la escenografía de Diego Ramos, como un espacio de posibilidades, a priori, sugestivo. Inicialmente, lo podemos tomar como un original plató de televisión, donde va a trascurrir la susodicha disputa, frente a nosotros, el coro-público-pueblo. Una larga rampa semicircular permite que el trono ruede juguetonamente. Luego, el revoltijo, el caos de los distintos objetos, lo convierte en la jaula de los leones en un zoo. El vestuario, también a cargo de Ramos, resulta ambivalente, pues no se ciñe a una clara época definitoria; y encaja con cierta lógica con el estatus de cada interviniente. Si por el núcleo de esta función fuera, el espectador podría haber salido del Matadero con la sensación de que el dilema moral propuesto se podía trasladar a nuestro presente; pero aquí se han querido aunar elementos diversos, cómicos, espectaculares y efectistas. Creonte, el actual rey de Tebas, acepta enfangarse en el juicio a su sobrina, Antígona —ella ha desoído el decreto que ordenaba no enterrar a su hermano Polinices, quien, a su vez, había empleado un ejército extranjero para derrotar a Eteocles—. Se rebaja y es rebajado, pues parece un Ricardo III, un Donald Trump, un narco fanfarrón o un tirano chulesco y misógino, del que no podemos esperar unos racionamientos consistentes. Bosquejarlo así es inducirnos a pensar que no sigue las leyes —cuando realmente lo hace, aunque con falta de magnanimidad, por supuesto—, o que no es capaz de arrepentirse y de reflexionar, como ocurre con Sófocles, pero no aquí. El caso es que Fernando Cayo se come literalmente a sus compañeros, y marca el ritmo de la obra de manera inequívoca. Remarca su habitual sonrisa maliciosa, su encanto verbal y se mueve por el escenario como si fuera un saltimbanqui en calzoncillos más allá del bien y del mal. Ingenioso y sagaz, fascinante y atento a la pulsión del respetable al que se enfrenta con soltura sin igual. Cayo sostiene el espectáculo, a pesar de que se escore el asunto hacia la estrafalaria maledicencia. Véase, por ejemplo, como se inserta aquí una especie de efecto asombroso por el cual se pueden recrear como en un teatrillo de guiñol acontecimientos del pasado. No diremos que este truco no funcione dentro del jolgorio organizado; pero era de esperar un desarrollo menos abrupto. Y uno no sabe qué pensar de ese momento de analepsis en el que se observa a Hemón, amante de Antígona, teniendo relaciones con un joven efebo. ¿Qué tipo de público se tiene en mente a la hora de plantear algo tan burdo? ¿Al mexicano o al español actuales? Traigamos a colación el Batallón Sagrado de Tebas, compuesto por parejas de amantes varones. Jorge Mayor y su Hemón, son el ejemplo de aliadito feminista de nuestros días, un ser demediado puesto a los pies de su mujer y de su padre, en una sociedad enteramente patriarcal. El actor hace lo que puede; aunque es un papel creado para que Antígona nos parezca una fémina empoderada y rebelde. De ahí que Irene Arcos tenga que desgañitarse con un deje algo macarra, en ocasiones, para defenderse. Lo de su rap, en parte inaudible (la base musical es atronadora), dejémoslo pasar porque no merece la pena incidir en que falta mucha pericia (nos pensamos que rapear es canturrear con unas rimas de aquí y de allá). En fin, a qué viene esto. Por su parte, Isabel Moreno, como Ismene, se queda un paso por detrás de la furia que va in crescendo y parece un poco infantil. Me resulta catastrófico para el clímax trasladar al guardián, que ciertamente en el trágico heleno posee aire de gracioso áureo, al momento previo al final. Elías González se quita la máscara y se pega una escena que elabora con chispa; pero que es un pegote inenarrable sobre aspectos domésticos que nos pueden hacer reír, desde luego; ahora, no puedes luego lanzarnos la hecatombe a la cara. Para el desenlace se han tomado una serie decisiones también cuestionables desde un punto de vista conceptual. Y es que introducir a unas cuantas decenas de adolescentes —mascarilla mediante, por supuesto— en representación del pueblo para exigir justicia, como si fuera Fuenteovejuna, es cuando menos efectista. Así no solo sucumbe a la soga Antígona y, a continuación, su amado; si no que el propio Creonte carece de la oportunidad de reconducir su sentencia tan exigente. La turba manda, y la «justicia» de la oclocracia impone su barbarie. Así la farsa queda paradójicamente cumplida. Antígona siempre ha contado con el interés de grandes creadores a lo largo de la historia como Brecht o José Bergamín (recordemos aquella versión que presentaron precisamente los mexicanos de la Compañía Nacional en el Teatro María Guerrero) o, no hace mucho, Miguel del Arco. David Gaitán ha trastocado demasiado los elementos esenciales y no ha logrado ofrecer un discurso con la profundidad correspondiente.
Texto y dirección: David Gaitán
Reparto: Irene Arcos, Fernando Cayo, Clara Sanchis, Isabel Moreno, Elías González y Jorge Mayor
Diseño de escenografía y vestuario: Diego Ramos
Diseño de iluminación: Fran Cordero
Música original: Álvaro Rodríguez Barroso
Dirección de producción: Domingo Cruz
Ayudante de dirección: Pilar Contreras
Una co‐producción de El Desván Producciones, Festival Internacional de Mérida y Teatro Español.
Naves del Español en Matadero (Madrid)
Hasta el 28 de marzo de 2021
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Antígona”