Juan Pastor vuelve a presentar esta obra del irlandés Brian Friel construida con tres soliloquios que cuestionan el concepto de verdad absoluta
Si por algo destaca y resulta interesante esta obra es por su planteamiento formal y por cómo incide en la idea —diríamos que orteguiana: «todo conocimiento lo es desde un punto de vista determinado»— de la perspectiva, y como ella se relaciona con el concepto de verdad. Por eso aquí, a través de una obra teatral, se da ejemplo de que nuestra memoria, como bien es sabido, trabaja con la reconstrucción de los hechos, rellenando huecos e inventando acontecimientos que se configuran con deseos, con creencias o, incluso, con relatos de otros que insertamos en nuestra propia historia. Básicamente, lo que hacemos permanentemente tanto en vigilia como en somnolencia. Así somos. Otra cuestión, evidentemente, es mentir y mentirnos. Pues también nuestro cerebro necesita olvidar y obviar detalles de sucesos dolorosísimos. Forma parte de nuestro sistema de defensa. ¿Arregla algo el perspectivismo? Es decir, ¿ofrecer varias perspectivas de un hecho nos acerca más a la verdad? Si el escuchante es perito en ciertas lides o es un forense capaz de analizar incongruencias, entonces la posible verdad parece más cercana. Hoy, la verdad, más que nunca es una sensación, una ilusión, un pálpito. La verdad es lo que expresan los nuestros y el discurso lloroso de los que se manifiestan débiles o víctimas. Ir más allá, es un esfuerzo que con frecuencia no estamos dispuestos a asumir. Buscar la verdad cansa y, encima, puede revelarse agria para nuestra conciencia de biempensantes. El curandero (Faith Healer), una obra estrenada en 1979, del dramaturgo irlandés Brian Friel (y los de Guindalera pusieron en pie allá por 2012) exige al espectador atar cabos, pues la ausencia de diálogos no permite el pensamiento dialéctico, la réplica y la contrarréplica, la discusión o el descubrimiento conjunto. Tres soliloquios y una coda ordenan la estructura de este montaje. Y este andamiaje, si bien es en sí una declaración de intenciones, y un reto para el público; además, es un lastre, pues en varios momentos se vuelve estéticamente moroso, repetitivo y predecible. Y es que son soliloquios que se muestran excesivamente narrativos, cargados de descripciones con abundantes detalles, sostenidos únicamente por la voz y un trabajo corporal, pero carentes de una representación teatral, visual, ilustrativa. Así lo comprobamos con la aparición de Bruno Lastra, en la primera alocución. Un extenso relato sobre sus andanzas como curandero y sus cuitas acerca de su propia tarea. Elucubra, con dosis de ironía, sobre el hecho de curar, sobre su engaño o su don, sobre el azar y sobre lo maravilloso de las salvaciones milagrosas. Una mirada a la falacia tan habitual en nuestra forma de pensar, conocida como Post hoc ergo propter hoc, es decir, caer en la trampa de creer en una causa falsa (este es el pan nuestro de cada día). Lo más interesante de esta interpretación es que el actor logra configurar con excelencia un papel ambiguo, a través de cierta fascinación y una sonrisa aviesa, que nos trasladan a un mundo —que a nosotros nos resuena más al oeste americano, porque el cine ha dado gran cuenta de estos mercachifles—, que es la Inglaterra, la Escocia y la Gales de un tiempo no muy remoto. El asunto es que el primer acto no termina de aclararnos nada convincente y se extiende en demasía, pues el discurso deambula por vericuetos novelísticos, más que dramatúrgicos. Cuando a continuación aparece María Pastor, para detallar aún más las ínfulas de su amante, Frank Hardy, con gran ímpetu beodo, perdemos cierta esperanza en que se ofrezcan alternativas representativas más allá de plamar otra perspectiva. Reconozcamos que aumentar las susodichas perspectivas también puede crear mayor confusión en torno a una verdad que no sabemos si realmente es deseable o si debe ser un objetivo necesario. Uno tiene que recomponer posibles discusiones entre los protagonistas, uno especula con el estado en el que quedarían esos individuos si tuvieran que afirmar todo aquello delante de los otros. Por eso, cuando Grace tiene que justificar el abandono de su profesión y su entrega a aquel hombre, debemos adivinar en su perfilada expresión de júbilo melancólico otra certeza superior. La actriz es la que parece más clara y seguramente sea la que más tiene que ocultar. Teddy, una especie de representante, otro perdedor más, otro vagabundo buscavidas que debe aparentar un estatus que resulta inalcanzable más allá de su vestimenta, viene para enmendar, con una disposición más ajena, exterior, la dinámica de aquella pareja, para intentar dilucidar con nosotros las angosturas de la intimidad de aquellos amantes. Felipe Andrés ofrece el tono del sibarita, también melopeico, delicado y confuso, angustiado incluso, por algunos hechos terribles que el espectador descubrirá a su debido tiempo. Los tres intérpretes están dirigidos con gran pericia por parte de Juan Pastor, pues se aprecian sus particularidades de manera notoria y creíble. La coda con Frank sirve para reconcentrar el aire taciturno y confabular las arbitrariedades. La función se alarga ciertamente y el lenguaje es más propio de la lengua escrita. No han faltado algunas películas en las últimas décadas donde el perspectivismo ha propiciado excelentes tramas, por ejemplo, podemos nombrar Los odiosos ocho, de Tarantino, la cual, además, contiene un ambiente muy similar al que podemos imaginarnos en El curandero. Aunque lo que observamos en los Teatros del Canal sea de una tajante radicalidad estructural, que nos puede recordar más a los procedimientos empleados por Pascal Rambert (véase La clausura del amor o Ensayo). Un aspecto que se debe señalar del montaje es la iluminación de José Espigares. Si nos fijamos en los rostros de los intérpretes o en la remarcación de ciertos —pocos— elementos escenográficos comprendemos un buen trabajo y una acentuación de la mirada macilenta; pero no se entiende que parte de los focos de las gradas se mantengan encendidos (toda una molestia). Por lo demás, merece la pena enfrentarse a este ejercicio austero que pretende cuestionar las posibilidades de hallar la verdad.
Autor: Brian Friel
Dirección: Juan Pastor
Reparto: Bruno Lastra, María Pastor y Felipe Andrés
Traducción: Manuel Benito
Espacio escénico: Juan Pastor y María D. Alba
Iluminación: José Espigares
Vestuario y ambientación: Teresa Valentín-Gamazo
Diseño de cartel: María D. Alba
Espacio sonoro: Escuela de Nuevas Músicas
Fotografía y vídeo: Susana Martín
Producción ejecutiva: Mariano Rochman
Ayudante de producción: Sara García
Comunicación y prensa: Manuel Benito
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 28 de marzo de 2021
Calificación: ♦♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en: