Un personaje de Rosa Montero salta a las tablas gracias a una sobresaliente interpretación de Silvia de Pé
Aunque la obra funciona ajena al contexto intraliterario al que pertenece, no está de más reseñar la novela de Rosa Montero titulada La carne. En ella ―no me detendré en el argumento― nos encontramos con una galería de escritores que encierran una vida peculiar que merece desvelarse (Philip K. Dick, Guy de Maupassant o María Lejárraga, por ejemplo); de entre todos ellos nos topamos con una única invención de la autora, y es una tal Josefina Aznárez o un tal Luis Freeman, que lo mismo da. El relato puede desgajarse totalmente y presentarse aislado, como aquí ocurre en el texto que ha vertebrado (reelaborado completamente) con muy buen tono y equilibrio Laila Ripoll, quien ha sabido puntear la tensión apropiada con unos monólogos muy dialógicos. ¿Habla uno? ¿Hablan dos?, o, ¿hablan dos en uno? No adentramos en una estética decimonónica, matizada por el género gótico o fantástico, con claras reminiscencias en el Doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, así como en la cuentística de Poe o el estilo de Oscar Wilde, todo ello bajo la estela del Romanticismo. Posee, desde luego, todas esas características del misterio que se observan desde el prisma del Positivismo, una mirada científica que nosotros, como espectadores, adoptamos como un tribunal médico al que se dirige la protagonista. La cuestión es que este montaje requería una actriz capaz de ofrecernos todos los matices de la ambigüedad, de ese transgenerismo performativo, de ese acoplamiento de las personalidades complejas y esquizofrénicas. Un ser y no ser trufado de guiños para el equívoco. Por todo esto, el mayor atractivo de la función que podemos ver en la Sala Margarita Xirgu del Español, es la actuación de Silvia de Pé. La intérprete se encarna inicialmente en la propia Josefina, una mujer ataviada con un negro vestido de tafetán, amplio y con mangas abullonadas; una solterona poco atractiva que decidió recluirse en su casa, una vez se quedó huérfana. Propende con nerviosismo, como alguien que debe improvisar una situación inesperada, pues ella, simplemente, trabaja para el señor Freeman. De manera inteligente, los directores Alberto Castrillo-Ferrer y José Recuenco han sabido controlar los distintos cambios de ritmo para que la obra respire y podamos atender la ingente cantidad de detalles que caracterizan las distintas descripciones. La pareja que habita aquel hogar (diseñado con detallismo por Anna Tusell), tan propio de la burguesía de finales del XIX en la capital cántabra, con su diván y un gramófono donde suena Bellini, dialoga entre ocultamientos, ella nos cuenta ―a él, parece que lo intuimos detrás de los grandes cortinones que tapan el fondo y que sirven, a la postre, para establecer el juego mágico de los espejos y los travestimos―, sobre la llegada de Luis Freeman allá por 1892 a Santander. Un dandi cubano que había vivido en Nueva York, un glamuroso escritor de éxito que había decidido mudarse a España. Se habla de la calle Atarazanas (una invención), pensemos, quizás, en una plaza que se llama igual y que es donde está la catedral, y por donde uno puede hallar alguna placa informativa sobre la explosión del Cabo Machichaco. A diferencia de lo que ocurre en la novela de Montero, en esta versión teatral se potencia más la sospecha y se trabaja el despiste con mayor intensidad. El tema es, una vez comprendido el ardid de esta mujer (como aquellas literatas que se enmascararon tras un nombre masculino para que se las tomara en serio, véase George Eliot o Fernán Caballero), hasta donde se mantiene la cordura. Pues aquí no tratamos solamente del nombre, sino de vivir en sociedad como un señor venido de allende los mares. Seguramente en este aspecto sí que el relato queda un tanto constreñido y no explora suficientemente las posibles vivencias entre las gentes de la ciudad, pues prácticamente no se plasman otros personajes. Es decir, no se despliega lo teatral en la relación con otros y se ciñe más a lo narrativo; por eso, en cierta media, pierde algo de trascendencia. El mello de la función se centra en la conjugación de dos tipos de individuo muy dispares. El perfil que se traza de Freeman, cuando aparece en el segundo acto, es sencillamente estupendo. Ese lenguaje en transición hacia el espanglish actual, esa chulería en el paladear de las frases y esas poses con su traje de tonos claros y necesariamente ancho (otro acierto en el diseño de vestuario de Arantxa Ezquerro). A través de él conocemos que se enamoró perdidamente de la señorita Aznárez; pero que, luego, ese sentimiento se desvaneció por completo (como contemplamos en las humorísticas y estrafalarias discusiones que mantienen en el primer acto). El antagonismo se nos impone sin solución de continuidad; por eso, la treta metaliteraria nos ofrecerá un camino que deambula entre la patología y la declaración de intenciones feminista, un empoderamiento, una autocreación, un revulsivo; aunque, también, una impostura que te dispara hacia la locura. Historia que se embarulla finalmente con un rocambolesco desenlace, donde la famosa explosión del barco Cabo Machichaco toma protagonismo. De esta forma, El caballero incierto (toma este nombre de un retrato realizado al escritor cubano) se convierte en un espectáculo entretenido y curioso, que nos permite disfrutar de una interpretación magnífica de Silvia de Pé.
De Laila Ripoll
Basado en un personaje de la novela La carne de Rosa Montero
Dirección: Alberto Castrillo-Ferrer y José Recuenco
Reparto: Silvia de Pé
Espacio escénico: Anna Tusell
Diseño de iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Espacio sonoro y música original: David Angulo
Diseño de vestuario: Arantxa Ezquerro
Una producción de Teatro Español, Come y calla y Silvia de Pé
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 7 de febrero de 2021
Calificación: ♦♦♦
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5 comentarios en “El caballero incierto”