Una comedia de José Troncoso que incide en su visión fabulística, para mostrarnos a una sirvienta que anhela el brillo de la fama
El estilo que ha desarrollado José Troncoso definitivamente lo ha limitado. Su exigencia de seguir ciertos parámetros ha impedido que nos muestre nuevas obras con brío y capaces de llevarnos a vericuetos surrealistas y a situaciones auténticamente esperpénticas como ocurriera con su exitosa Las princesas del Pacífico. Y es que su fijación en algunas de sus técnicas dramatúrgicas le ha hecho olvidarse de la trama y del argumento que impulsen a sus personajes más allá de sus gestos estrafalarios. Ya se notó este abandono del relato en Lo nunca visto y más en Con lo bien que estábamos (Ferretería Esteban). Ahora, en La cresta de la ola se percibe el desgaste con claridad. Cuatro caracteres planos, como suele ser habitual en los apólogos, en las fábulas y en toda esa cuentística desde el Medievo hasta la actualidad que, esencialmente, buscan la moraleja inequívoca, el ejemplo didáctico. En esta ocasión, nos hallamos en una especie de patio palaciego, kitsch, como si fuera un templo oriental que ha diseñado Alessio Meloni con gran detallismo y coherencia. Allí trabajan una pareja de sirvientes, un matrimonio que, imaginamos, cumple afanosamente con su tarea en la retahíla cotidiana de los días iguales. Alicia Rodríguez hace de Victoria, una criada de cofia, una mujer que roza el patetismo y que habla de la muerte como el momento cumbre de su vida, y de su funeral ideal como el único instante de su existencia en el que podrá «sentirse» importante, ser protagonista. Ella solo quiere que «la lloren». Su expresión hiperbólica acentúa con gran comicidad cada mueca y cada entonación, con las habituales repeticiones insistentes con las que suelen deambular las funciones de La Estampida. Su compañero, José Bustos, se mete en la piel de Hassin ―o sea, Jacinto―, morito prototípico y servicial, para ofrecernos una gama de tics irrisorios entre la incomprensión, en ocasiones, de sus parlamentos debido a su forzado acento. Y en la larga presentación de los personajes, todavía nos queda la contraparte. Las damas que se supone, por alta alcurnia, se sitúan en la cresta de la ola. La principal de ellas, Ana Turpin, Stella, una famosa tonta a más no poder, caritativa de postín, ridícula de pose grotesca, experta en escorzos de plástica imposible para los infinitos selfies que, es de suponer, terminarán en su muro de Instagram (extrañamente, hay poca presencia de los móviles en esta obra, lo que choca, por sus ansias de contemporaneidad). Desde luego, este es el papel más caricaturizado y el que, desde mi punto de vista, logra provocar, inicialmente, más carcajadas; sobre todo, en su discurso para recabar fondos para ayudar a los niños desfavorecidos en una de esas galas hipócritas. Todo un homenaje a esas misses que hablan de Rusia o Confucio con el atrevimiento de la ignorancia. Su amiga de besos al aire y de alabanzas grandilocuentes, no se queda atrás en la desfachatez. Belén Ponce de León vuelve a demostrar su apostura en las tablas haciendo de Eugenia, un rol más secundario; pero que es capaz de acentuar con gracejo cada uno de las ironías. No puede haber queja del elenco; pues muestra una gran disposición y un buen hacer indiscutible. Lo que nos encontramos, una vez conocemos a estos cuatro especímenes, es un acto de magia, una fantasía muy jardielesca, como esas películas comerciales estadounidenses donde se efectúa un intercambio de cuerpos o de espíritus y, en definitiva, de oficios o de roles (tipo Big, Este cuerpo no es mío, El príncipe de Zamunda o, en un sentido más sofisticado, Bienvenido Mr. Chance). La cresta de la ola no va por derroteros demasiado paradójicos y alarga sin grandes conflictos la extrañeza que la nueva situación tan chocante lleva a Violeta, quien no sabe cómo actuar de dama popular y moderna, que es lo que deseaba con todas sus fuerzas, cuando admiraba ciegamente a Stella. No se nos ofrecen episodios elaborados de acción-reacción en los que estos personajes puedan mostrarnos formas de comportamiento que desvelen los absurdos en los que se mueven tanto la clase baja en su alienación, como la clase alta en su soberbio cinismo. Pinceladitas para rellenar casi una hora y media, donde la repetición de los gestos y de algunas frases se abalanzan hasta un final absolutamente esperable. Por lo tanto, la chispa inicial no encuentra un sustento para que podamos ir más allá, solamente alguna incursión fantasmagórica sin mucho fundamento. La enseñanza es demasiado ingenua e infantil, y nos marchamos con la sensación de que esos personajes daban más de sí. Al menos, eso sí, la factura del espectáculo es satisfactoria, tanto por la referida escenografía, como por una iluminación de Leticia L. Karamazana que potencia excelentemente la nebulosa onírica que va irrumpiendo en tonos verdosos, como de ultratumba, cuando Ana Turpin reaparece con bikini y mantilla esmeralda (así la ha vestido Miguel Ángel Milán, quien ha buscado permanentemente y con profesionalidad los contrastes en los distintos trajes) para imponer una soflama diabólica. Además, la música de chunda chunda a cargo de Mariano Marín concreta la atmósfera de fiesta hortera. Al final es el vacío que se halla detrás de las apariencias. Uno se quedaba embobado con la espuma; pero debajo no había champán ni nada que se le pareciera.
Dramaturgia y dirección: José Troncoso
Reparto: Alicia Rodríguez, Belén Ponce de León, Ana Turpin y José Bustos
Diseño de escenografía y atrezzo: Alessio Meloni
Diseño de vestuario: Miguel Ángel Milán
Diseño de iluminación: Leticia L. Karamazana
Ayudante Iluminación: Ana López
Música original: Mariano Marín
Diseño de maquillaje y peluquería: Chema Noci
Fotografía: Susana Martín
Prensa y comunicación: María Díaz
Distribución: Cámara Blanca-Amadeo Vañó
Producción ejecutiva: Kike Gómez
Ayudante de dirección: María Jáimez
La Estampida
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 22 de noviembre de 2020
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “La cresta de la ola”