Una costilla sobre la mesa: Madre

Angélica Liddell elabora su propio vía crucis expurgatorio para digerir la muerte de su progenitora

Foto de Susana Pavía

No estamos ante una pieza de vanguardia teatral, ni un posdrama (al uso), estamos ante un artificioso rito compuesto de elementos enteramente españoles y cristianos, de una España enraizada en la pena negra y en la pobreza, en la tradición telúrica y en el folclore alegre que alienta los pueblos, en este caso, de Extremadura. Pero los Teatros del Canal no son un templo, ni un lugar mágico, no son una catedral, por mucho que los amantes de la Cultura consideren actualmente tal trasposición. ¿Y el público que incita con fervor un espectáculo así? Déjenme que elucubre sobre nuestro país nihilizado, sobre el país de los nacionalismos que repudia permanentemente el conocimiento y el estudio de sí; un país donde los modernos ignoran un pasado que ha sido capaz de aventar un espíritu de los tiempos que hoy se desvanece. Una elegía para su madre, un planto, un plañido, una copla a la muerte de su progenitora, una convocatoria manifiesta de aquellos motivos y costumbres que dieron forma a esa señora extremeña y de su hija en Santibáñez el Bajo (Cáceres). Es una colección de símbolos, claro, ahí está su arte; pero todo este expresionismo exacerbado no deja de tener unas bases absolutamente claras. El problema es que nosotros hemos abandonado ese mundo totalmente. Cualquiera que viva o haya vivido de cerca (o de dentro) alguna de las Semana Santas esenciales de nuestra geografía ―pongamos, por ejemplo, Zamora― entenderá con claridad hasta donde te subsume esta estética, inevitablemente yerta, tanto como un suvenir. Es una performance imposible en el diálogo con un tiempo que debería haber resguardado sus raíces; sin embargo, el desprecio nos caracteriza. En el libro, Una costilla sobre la mesa, editado por La Uña Rota, encontramos la prosa poética de la dramaturga para regurgitar los fallecimientos concatenados de sus padres y que la han servido para crear un díptico. Leemos: «…y que a mis padres mi tristeza nunca les importó. Cómo les convenceré de que esos ancianos indefensos han sido malvados, desagradecidos, ruines, avaros, mentirosos y egoístas. Y que nunca dejaron de serlo. No tengo derechos, solamente obligaciones. Ya solo los muertos podrán devolverme un motivo para estar en paz». Entonces, la estructura es bastante sencilla a tenor de lo observado; además, se procede con lentitud y comedimiento. Una extensa declamación, repleta de metáforas sádicas, de autopsicoanálisis, con la Liddell esputando, confesando su cólera, la escatología en su doble sentido, su angustia con una potencia descomunal para remarcar ese lazo de furia que la unía y la unirá para siempre a su madre, el inquebrantable cordón umbilical insertando en el subconsciente. El huevo negro en el vaso (ab ovo). El paso siguiente es el sacrificio. Ella, como Jesús, debe ofrecer su cuerpo para que su mutilación, su entrega masoquista, purgue los pecados, con su promesa, con su «manda» de redención, de perdón. Acto central y tan simple ―sin mayor intervención― que su empalamiento, como ocurre cada año en Valverde de la Vera, cuando no hay pandemia. La artista es encordada por una soga de unos setenta metros, desde la cintura hasta el travesaño que va a formar la cruz con sus brazos. El Niño de Elche se desgañita con su quejío hiperbólico hasta el ruidismo, como si fuera Yoko Ono en su vocálica deflagración fluxus. El avemaría, «La hija de Juan Simón» («Cuando acabé mi condena/ Cuando acabé mi condena / Me vi muy solo y perdío»), de Antonio Molina y, después, entre otras composiciones, el canon de Pachelbel, como acompañamiento fúnebre. Es una Pasión. Mientras, sentadas en unas sillas (siete, como las últimas palabras), cubiertas por una mantilla blanca, como si fueran esculturas, las pietás sin sus vástagos agonizantes, aguardan la ofrenda. Mientras varias mujeres desnudas, como vírgenes destinadas al ara sacrificial se pasean por escena. El destino es cerrar el círculo: la hija se transforma en madre y juegan al escondite. La hija especula con el asesinato en su deseo insatisfecho de no haber nacido. El pueblo, con sus trajes folclóricos, con la gorra de Montehermoso (gorra galana) y con la faltriquera decorada, acoge a la interfecta en su rito. Un réquiem, un miserere que se envuelve en textos en la pantalla que recalcan innecesariamente lo acontecido (como los fragmentos tan evidentes extraídos de Mientras agonizo, de Faulkner), del baile butoh de Ichiro Sugae o la iluminación de Jean Huleu con sus coronas luminosas y ese horizonte que desciende fluorescente como un estertor. Madre, se impone como una propuesta un tanto básica en sus procedimientos, si quitamos la hojarasca de la impositiva expresividad chillona. Una amalgama de tradiciones, de folclore; donde el arte únicamente está para ampararlo, sin demasiada elaboración. Existe el impacto, la alegoría angustiosa de una vida desgarrada, desde luego, y esto nos conmueve; aunque no hay mucho más allá del alarido y de la revancha. Que Angélica Liddell se crucifique, no la convierte en la Ungida de la dramaturgia.

Una costilla sobre la mesa: Madre

Texto, escenografía, vestuario y dirección: Angélica Liddell

Interpretación: Angélica Liddell y Gumersindo Puche

Cantaor: Niño de Elche

Bailarín: Ichiro Sugae

Ayudante de dirección y producción: Borja López

Diseño de iluminación: Jean Huleu

Sonido y vídeo: Antonio Navarro

Regidor: Nicolas Guy Michel Chevallier

Director de producción: Gumersindo Puche

Logística: Saité Ye

Comunicación: Génica Montalbano y Saité Ye

Coproducción: Iaquidandi, S.L., Théâtre Vidy-Lausanne,

Festival Temporada Alta y Teatros del Canal, con la colaboración

del Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 21 de noviembre de 2020

Calificación: ♦♦♦

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