El gran clásico contemporáneo regresa una vez más a las tablas con una dramaturgia más luminosa y cercana al espectador
La vigencia de esta obra, uno los clásicos incuestionables del siglo XX, perdura en nuestro diálogo contemporáneo puesto que sus temas y antitemas nos concitan. Uno se pregunta, si al final de nuestros tiempos, mientras nos observen las criaturas robóticas no seremos unos vagabundos insatisfechos con un ocio tan redundante como vacuo. La mirada de Estragón y Vladimir es un segmento temporal que transcurre entre el «No hay nada que hacer» y el «Vamos». Ahí está Camus para preguntarnos por qué no nos suicidamos; por qué esos individuos haraposos que se apostan a las escaleras de una iglesia con su cartelito reclamante y su vasito de café tintineante no terminan con una existencia que entiende qué es un día de la semana. Desde este punto de vista, Esperando a Godot puede ser la obra más prosaica del mundo, aquella en la que cínicamente se plasma la repetición del animal sin rumbo epistemológico; pero puede ser todo lo contrario y recordarnos un camino burlesco que se hermana con los anacoretas, con los eremitas, con los monjes, con las pitonisas y con toda esa caterva de solitarios en absoluto acuciados por el deseo. Los protagonistas realmente no esperan a Godot, ni a nadie; sencillamente están abocados a estar, están ahí, en definitiva, por la voluntad, que diría Schopenhauer. Digamos que el montaje de Antonio Simón incide en la vertiente más epifánica del texto al resaltar lo cómico. Es cierto que es una comicidad desencantada, que decae a cada instante; para revitalizarse con bríos absurdos. No solo es más luminosa porque los focos de Pedro Yagüe mantengan la escena, quizás, excesivamente clara; sino porque se intenta escapar de la corriente taciturna y macilenta que generalmente han acompañado las dramaturgias para esta obra. Aquí se cuenta con Pepe Viyuela para hacer un giro sobre sí mismo como clown que hace de clown, de clochard, que encierra en sí el vitriolo surreal de los Marx; pero, sobre todo, la tristeza de Keaton y la bonhomía de Harold Lloyd. Su Estragón está compuesto de retazos de ingenuidad que ahuyentan el nihilismo. Su compadre Vladimir es un extraño tipo que se expresa con exabruptos de vitalidad; para después confiarse a ese árbol, a ese sauce llorón, donde deben aguardar a que llegue el susodicho. Alberto Jiménez combina entusiasmo y melancolía en la impotencia para ser la voz cantante de esa pareja coyuntural. Ofrece una atemperada caricatura que trasluce una ilación de cuestiones tan profundas (la maldad, los sueños) como inconsecuentes en su conjunto racional. Ambos son dos caras de la misma inteligencia, dos máscaras unidas en la tragicomedia, dos siameses que se contraponen en un diálogo que los abraza en la compañía. Son dos desastrados que contemplan la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana en su postura más esperpéntica representarse delante de sus narices. La irrupción de Pozzo arrastrando la soga que subyuga a Lucky es como una abertura abrupta en el transcurso de este acontecimiento destinado al infinito. Fernando Albizu impone su habitual bravura y ese dominio escénico que lo caracteriza en su empresa misantrópica. En la visión marxista, sería el capitalista fanfarrón que exige los servicios devastadores de su siervo. El pobre Juan Díaz se arrastra moribundo en plena asfixia, en la somnolencia del agotamiento. Al él le toca declamar ese gran monólogo desgañitante que nos conmueve y nos abre una ruta hacia lo real, alejado de esa fantasmagoría estrafalaria y alegórica que no parece conducir a ningún lugar. El actor está sobresaliente y su rostro encuentra el punto idóneo de vislumbre, como lo encontró Joyce en su Finnegans Wake: «no anticipemos las investigaciones de Acacacacademia de Antropopopopometría…». Jesús Lavi hace de muchacho, su intervención es breve; pero suficiente para insinuar la inocencia y el hálito juvenil que renueve las esperanzas: «El señor Godot me manda deciros que no vendrá esta noche, pero que mañana seguramente lo hará». Muy destacable es la escenografía de Paco Azorín; resulta cuando menos llamativa: una vía de tren que cruza por el centro del escenario y otra muerta estampada contra el árbol deshilachado y agostado. Así se consigue fortalecer el simbolismo con esta ordenada y esa abscisa de un cosmos encerrado sobre sí mismo en la rueda detenida de la fortuna. Un purgatorio para la resolución escatológica en su sentido religioso; mientras se mofan a lo Jarry, en el otro sentido: «¿Quién se ha tirado un pedo?». Tendremos que quedarnos con la persuasiva reflexión de Vladimir: ¿Habré dormido mientras los otros sufrían? ¿Acaso duermo en este instante? Mañana, cuando crea despertar, ¿qué diré acerca de este día? ¿Que he esperado a Godot, con Estragón, mi amigo, en este lugar, hasta que cayó la noche? ¿Que ha pasado Pozzo, con su criado, y que nos ha hablado? Sin duda. Pero ¿qué habrá de verdad en todo esto?». Nosotros estamos ahí, en la sospecha, en la incapacidad que tenemos para aprehender nuestra existencia y justificarla, para asirnos enérgicamente a una esperanza que se debilita por momentos. Ciertamente, es una propuesta más «amable», más gustosa —menos rancia—, y eso hay que agradecerlo.
Autor: Samuel Beckett
Dirección: Antonio Simón
Reparto: Pepe Viyuela, Alberto Jiménez, Juan Díaz, Fernando Albizu y Jesús Lavi
Diseño de escenografía: Paco Azorín
Diseño de iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Ana Llena
Espacio sonoro: Lucas Ariel
Ayudante de dirección: Gerard Iravedra
Productor: Jesús Cimarro
Teatro Bellas Artes (Madrid)
Hasta el 5 de enero de 2020
Calificación: ♦♦♦♦
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