Antonia Paso encarna a una mujer de éxito en esta obra deslavazada e inconexa del dramaturgo Dennis Kelly
Últimamente nos topamos con un bombardeo de monólogos que, en fondo y en forma, poseen enormes similitudes y que se sostienen por un subjetivismo inconsecuente en su lógica interna. Quiero decir que se juega con la aquiescencia de un público que es insistentemente interpelado desde una ficción que se adentra en lo real. Las protagonistas son como juglares conquistando al respetable con diversos guiños y llamamientos para ir soltando proclamas cargadas de política demagógica. Tintes estos hallados, por ejemplo, en las últimas obras que hemos podido ver en el ambigú de El Pavón Teatro Kamikaze como son Freak o La mujer más fea del mundo. Quizás nos estamos olvidando que no solo vale con el noble arte de la denuncia de nuestras grandes ignominias sociales; sino que esperamos arte, teatral. Y es que Chicas y chicos se apoya en un texto malo, corriente y falto de coherencia de Dennis Kelly. Y lo que se puede hacer con una obra así es bien poco. Lucía Miranda lo dirige poniendo en el asador todos sus recursos y aprovechando la escenografía de Anna Tusell: un lienzo «manchado» de pintura y un montecito de arena, que cumplen con su cometido en los instantes más evocadores y sufrientes. La iluminación de Pedro Yagüe es primordial. Antonia Paso encarna a una mujer que pasa de la crisis existencial al triunfo laboral, pasando por un feliz matrimonio y la crianza de dos hijos. La actriz, quien siempre ha demostrado su versatilidad, aquí vuelve a entregarse en cuerpo y alma; aunque es justo reconocer que el día del estreno se evidenció que aún faltaba algo de rodaje. Nos conduce por un itinerario emocional absolutamente extremo. Si la propuesta vale algo es por ella; pues en diferentes momentos logra transmitirnos sentimientos de verdadera entereza. El comienzo resulta desconcertante en cuanto que se dispone con un lenguaje vulgar en exceso hasta caer en lo soez, cuando se relatan ciertas experiencias sexuales. Las impostaciones de voz para meterse en la piel de otros personajes generan algo de comicidad poco efectiva. Su proceso de «zorreo», su etapa disoluta, su entrega hedonista mientras se atisba alguna vía clara para encauzar la vida, se describen con un detallismo que paradójicamente después se abandona, cuando realmente haría falta. Puesto que la protagonista es capaz de recodar minuciosamente cómo conoció a su futuro marido en la cola para tomar un avión, mientras este demostraba sus habilidades dialécticas. Uno se debe dar por satisfecho con el retrato inicial y de ese hilo debe tirar si quiere encontrar la relación causa-efecto. Él es un tipo inteligente, sagaz, atrevido y seguro de sí mismo, que se dedica a la venta de armarios de diseño. Su empresa va viento en popa y ella no encuentra ningún motivo para no casarse con alguien así. En el instante que descubre que está embarazada se topa con el primer gran desencuentro. Él no parece preparado para la paternidad; pero ella decide seguir adelante. Los saltos temporales a veces son abruptos y las elipsis se tienen que completar en nuestra cabeza. Algunas escenas que se pueden tomar como interludios entre los distintos actos nos enseñan el juego cotidiano con sus hijos: una niña y un niño más pequeño; que nos preparan emocionalmente hacia el abismo. Nada especial, hasta que ella nos revela que su intención es introducirse en el sector del documentalismo, que es su pasión (a lo que es animada con fervor por su pareja). Primero logra convertirse en ayudante de dirección de una de esas tías duras que han conseguido una posición de respeto en el mundillo cinematográfico. Esta parte, sin duda, es la más lograda; porque los procedimientos estratégicos y ver a nuestra heroína sacar su versión más astuta, hacen crecer nuestro interés. Después, tras una serie de avatares, observaremos cómo llega el ascenso profesional con la realización de sus propias piezas y con su propia productora. ¿Cómo es posible que la obra se descomponga y pierda esa pericia por la caracterización de cada momento señalado? Ella asciende y él asume que su empresa se va a pique. El éxito y el fracaso se cruzan en una casa con dos chavalines correteando. Él intenta reponerse ―incluso mejora su imagen―. Ella interpreta, a posteriori, que tiene un amante. Y, atención, a todo lo que tenemos que suponer para atisbar un ápice de coherencia: que ella viajase porque comenta que se presenta a festivales, que tenga que dedicarle muchas horas ya que los documentales conllevan mucho trabajo de campo, que él esté deprimido, que su mujer no haya reparado en el duro golpe que ha recibido, que se vea sin esperanza, cansado, herido, con la cotidianidad del hogar ahogándole, que tenga que encargarse durante mucho tiempo de los hijos puesto que ella cada vez falta más, que la vivencia de su rutina sea para ellos antagónica y que los lleve a discutir sin parar. Todo eso es mucho deducir; porque solamente sabemos que ella, oh sorpresa, ha tenido una epifanía: su esposo la envidia. Su marido no puede soportar sus logros profesionales. Habría que añadir que, en su estado de derrumbe y de desamparo es lo menos. Este es el gran planteamiento; pero, como afirma ella, es su punto de vista. Hasta llegar ahí no han faltado las elucubraciones ideológicas para irnos encauzando hacia la tesis que planea: los hombres somos violentos. Para ello se recurre a un episodio algo chusco y poco desarrollado sobre un experto (un viejo verde, a la postre) que asevera que los varones han creado el mundo de tal manera que sean ellos los que ostenten el poder siempre. Bien, pues nada de lo contado hasta ahora importa lo más mínimo; porque el desenlace (que se nos anticipa media hora antes del final) es tan devastador que uno solo puede asistir al regreso del detalle, del hiperdetalle forense. Cada uno que se haga cargo e imagine (no desvelemos más). ¿Cómo hemos llegado ahí? Pues creo que podemos establecer dos opciones (es por atinar con el entramado dramatúrgico): o que estamos ante un psicópata (aunque ella, tan avispada, no había detectado nada raro o no nos lo había querido revelar) o que se nos quiere vender la idea terrorífica de que los hombres están en el disparadero permanentemente. No solo que son agresivos por naturaleza (como todo ser humano lo es por instinto); sino que han aprendido a ser violentos y que en cualquier momento pueden actuar. Y que si tenemos el ejemplo de un aparente buen padre y buen marido que un día se le va el oremus, al que se le apagan todas las neuronas espejo de repente y se convierte en un ser sin empatía; ergo, cualquiera puede ser un asesino. Este montaje se presentó el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Yo creo que este tipo de textos teatrales hacen un flaco favor a la causa; porque simplifican la complejidad de hechos que, en su excepcionalidad, resultan muy enrevesados a la hora de concretar los motivos profundos que rompen con la moral, con la conciencia y con el dominio de las pulsiones humanas.
Texto: Dennis Kelly
Dirección: Lucía Miranda
Intérprete: Antonia Paso
Escenografía: Anna Tusell
Ayudante de escenografía: Marta Guedón
Sonido: Irene Maquieira
Iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Anna Tusell/Adolfo Domínguez
Producción: Javier Ortiz
Distribución: Crémilo
Ilustración predossier: Alba Fernández
Diseño cartel: Paula Bonet
Fotografía: Alejandra Duarte
Prensa: María Díaz
Una producción de El Sol de York
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 15 de diciembre de 2019
Calificación: ♦♦
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