Juan Carlos Rubio pone en marcha un montaje que aprovecha excelentemente los textos más personales del poeta

Con el Año Lorca en Madrid de este 2019 para conmemorar la llegada del escritor a la capital de España, los espectáculos a los que hemos podido asistir han sido varios y por eso, quizás, el enfoque se distorsiona y la sorpresa se devalúa. Puedo recordar El sueño de la vida, un montaje que partía de la obra inacabada Comedia sin título, de la que aquí resuenan esas famosas palabras del preámbulo. Pero lo que vamos a observar sobre las tablas del Lara, se puede relacionar más estéticamente con una propuesta llamada Federico hacia Lorca, de La Joven Compañía, que estuvo a cargo de Miguel del Arco, y que también buscaba trazar un itinerario biográfico del poeta. Y por añadir una función más, en gran medida, se puede vincular a Los amores oscuros, aquel espectáculo entreverado de música y cante que se adentraba en sinuosidades más morbosas. La tendencia parece, es incidir en una especie de hagiografía repleta de subjetividad y de lirismo, en un constructo etéreo y sacrificial, alegórico hasta la náusea. Lorca como panoplia de símbolos incuestionables del teatro, de la poesía y de la libertad creativa, una vez consiguió expurgar sus demonios en torno a la homosexualidad. Ciertamente, Juan Carlos Rubio ha elaborado un mosaico de fragmentos lorquianos a través de su correspondencia y de algunas interpolaciones de obras teatrales y poéticas, que se nos muestra de manera muy atractiva y que al oído resuena con hermosura y fluidez. Ha establecido un juego de encarnaciones con los dos intérpretes, pues si Alejandro Vera, evidentemente, pone voz con frecuencia al poeta, los diferentes personajes que acoge Gema Matarranz vuelan entre los dos como en una amalgama inasible conceptualmente, pero de un ritmo galopante. Desde la irrupción en la sala hasta su huida, la sintonía entre ellos es máxima y su desenvoltura logra crear esa atmósfera de genuina emoción que pretende acercarnos al fiel sentimiento del dramaturgo granadino. Además, Alejandro Vera demuestra sus dotes como cantante cuando interpreta «Los cuatro muleros» y exprime esa conjunción idónea entre el folclorismo y su vertiente más vanguardista. Porque no faltan las remembranzas de su viaje a Cuba o a Nueva York. Y de la misma forma el relato sobre sus estudios y su salida de Granada para recalar en Madrid, en la Residencia de Estudiantes, donde conoció a todos esos artistas que después pasarían a la historia como él. Por ejemplo, su relación de amistad con Dalí y ese aprendizaje del surrealismo en Cadaqués. Todo ello nos lleva a indagar sutilmente en el misterio no ya de una gran y compleja personalidad, de alguien que se movía con relaciones de distintas ideologías ―fijémonos en sus cenas con José Antonio Primo de Rivera― y en estilos diversos; sino en la tenacidad y en la búsqueda de lenguajes que propiciaran una mirada nueva, una relación más persuasiva con el espectador. Son, desde luego, especulaciones; puesto que lo que realmente atesoramos son sus obras y las interpretaciones críticas que de ellas se han realizado. Indudablemente, su asesinato ha condicionado su visión posterior y, quizás, ha faltado ―ocurre ahora mismo―, una exégesis más fina. Para llevar a cabo este montaje se ha contado con un magnífico equipo artístico capaz de entregarnos una función aparentemente sencilla; pero cargada de detalles significativos. Así, la escenografía de Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán es todo un «paredón» de archivadores ―los tiradores parecen ojos de espía― donde habitan las cartas, que ante nosotros se materializan en una cantidad ingente de objetos que se aprovechan para enlazar una escena con otra. La iluminación de Juan Felipe Tomatierra favorece los claroscuros y ese tono azulado que induce a la muerte. En definitiva, Lorca, la correspondencia personal se inmiscuye en los entresijos de un autor que circunda en la metáfora y deambula por la ocultación. El artista se nos escapa de las manos y la obra intenta dibujar un esbozo de sensaciones que nos aproximen no ya a una persona real que fue, sino a la idea que se desea conservar de él. En cualquier caso, es una propuesta muy gratificante en su composición y en su factura, y por eso los espectadores la aplauden con sinceridad.
Lorca, la correspondencia personal
Autoría: Federico García Lorca
Dramaturgia y dirección: Juan Carlos Rubio
Reparto: Gema Matarranz y Alejandro Vera
Espacio escénico: Estudio Dedos: Curt Allen Wilmer (Aapee) y Leticia Gañán.
Ayudante de dirección: Luis Miguel Serrano Martín
Música original y espacio sonoro: Miguel Linares
Diseño de iluminación: Juan Felipe Tomatierra
Técnico de sonido: Ángel Moreno Casado
Comunicación: Alexis Fernández Comunicación
Arreglos de vestuario: Araceli Morales
Maquetación: Rafa Simón
Vídeo: PabloMaBe
Fotografía de escena: Gerardo Sanz
Construcción de escenografía y atrezzo: Álvaro Gómez Candela
Producción ejecutiva: Nines Carrascal y Sonia Espinosa
Distribución: Escena Distribución Granada / Nines Carrascal
Dirección de producción: Histrión Teatro
Teatro Lara (Madrid)
Hasta el 25 de junio de 2019
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Lorca, la correspondencia personal”