Una tragicomedia trenzada a través de dos tramas demasiado dispersas sobre el amor y la muerte

Cuesta mucho creer que los mimbres para pergeñar esta obra sean los propios de la comedia y que Shakespeare sea el máximo inductor. Seguramente uno se pone a investigar, a probar procedimientos, a consultar a los que saben cómo llevar el humor a las tablas; pero al final sale lo que sale: un drama con alguna pizca de retranca. Quizás debamos aceptar que el patetismo del protagonista resulta algo cómico, al fin y al cabo su vida parece ser que ha terminado siendo anodina. El espectador, que antes ha asistido a diversas actuaciones de Jesús Barranco en los alrededores de La Abadía y que se convierte, por lo tanto, en un instigador al buen ánimo para entrar reído y alegre, asume enseguida que su estado de fruición se va a desvanecer con un montaje caliginoso y plomizo en su primera media hora. Un vejete aguarda su último hálito en un hospital, pulula por allí una chica, La loca, que lee fragmentos destinados al olvido entre tartamudeos, mientras suena Beethoven en su tocadiscos. Chema Adeva sucumbe en su cama plegable balanceándose entre un mundo real y uno ciertamente onírico, que irrumpe de improviso sobre todo por los lingotazos que las compasivas enfermeras le entregan a este moribundo que parece sumido por el delírium tremens. La lástima es que el actor con su magnífica actuación no haya podido sobredimensionar un personaje insustancial, un estereotipo de alcohólico putero que levemente conserva el recuerdo firme de aquella estancia en Asturias, cuando conoció a una prostituta con la que llegó a un complaciente acuerdo económico. Ainhoa Santamaría se mete en la piel de esta mujer de la calle con incidencia en lo grotesco para configurar la escena mejor construida del espectáculo. Entre los cinco implantan una dinámica y esperpéntica aventura gijonense, trasnochada, vulgar y satírica. La comedia desencantada ahí sí que emerge en una síntesis de melancolía y crapulismo. Pero ante todo, lo más desconcertante es que el andamiaje se descompone, no atisbamos hacia dónde nos quiere llevar el dramaturgo, la imbricación entre lo imaginario y lo material a través de las melopeas súbitas, y ese adentramiento discotequero envuelto en humo resulta muy repetitivo como recurso. Parece que en los puticlubs siempre ponen el mismo tema. Luego, la conexión con Sueño de una noche de verano se torna azarosa, incongruente; un pegote en verso que únicamente nos entrega situaciones sugerentes y eróticas. Es evidente la delicadeza de Nathalie Poza como Helena, principalmente imbuida por ese tema setentero de Kate Bush, «Wuthering Heights», aunque sea un tanto hortera. La actriz, quien también se ocupa de interpretar al hijo, sabe adoptar un tono entre displicente y taciturno que no le evita desplazarse por el espacio con prontitud —quizás otra de las pegas, ya que en ocasiones las entradas y salidas parecen un poco trastabilladas cuando abren el famoso mural de Hasegawa Tōhaku. Por su parte, María Vázquez, también convincente y enérgica, juega el doble papel de hija y de Pili, esa amante reconvertida en espectro platónico y en remedo de otros tiempo fulgurantes. Definitivamente, La loca, Laura Galán, si bien llama la atención y nos confunde como un duendecillo que está más allá de los dos mundos que se establecen, creo que se podría aprovechar más, tanto en lo simbólico como en lo material, como hija de los amores beodos. Muchas piezas, mucha mezcla posmoderna, discoteca y zen, clásico y pop, el verso y la prosa; pero, aunque al final se logra un último tramo entrañable, compacto y estéticamente ambicioso, no se puede afirmar que la obra en su conjunto esté lo suficientemente perfilada. Habría que desbrozar, abrir vetas más complejas si se quiere que la biografía de este malhadado acentúe una época, un estado o una vivencia fracasada y lúgubre de la que incluso podamos reírnos con la boca torcida. Lo más positivo de esta función de Andrés Lima —gracias también a la iluminación de Valentín Álvarez, predispuesta a todos los cambios que se suceden, o el vestuario vaporoso y sensual de Beatriz San Juan, a pesar de que la escenografía me ha parecido demasiado dispersa con esas sillas, cuando la pintura y la plataforma circular del centro eran bastante potentes (¿merece la pena que caiga la casa negra que se suspende sobre los personajes para que apenas se oscurezca todo sin ni siquiera tocar el suelo?)— es esa colección de cuadros que por momentos atrapamos y que sí nos subsumen en ese lugar irrisorio y macabro a la vez donde confluyen los grandes recuerdos con el estertor terminal.
Texto y dirección: Andrés Lima
Reparto: Chema Adeva, Laura Galán, Nathalie Poza, Ainhoa Santamaría y María Vázquez
Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan
Iluminación: Valentín Álvarez
Música original: Jaume Manresa
Producción: Joseba Gil
Diseño de sonido: Enrique Mingo
Ayudante de dirección: Laura Ortega
Ayudante de escenografía y vestuario: Almudena Bautista
Ayudante de iluminación: Lua Quiroga Paúl
Ayudante de producción: Gonzalo Bernal
Asistente de dirección: Elena de Lucas
Promoción y comunicación: elNorte Comunicación
Fotografía: Luis Castilla / María Artiaga
Producción: Teatro de la Ciudad y Teatro de La Abadía
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 18 de junio de 2017
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Sueño”