Una sorprendente escenografía da cobijo a una inocentona comedia que critica a los advenedizos

Como si las clases medias (sean lo que sean) no hubieran recibido su merecido con creces, por querer encaramarse a la clase superior con la ingenuidad de los crédulos homeopáticos, llega Jesús Campos García para aplastar a sus advenedizos protagonistas con el peso del lujo delicado. Una pareja es seleccionada para alquilar una mansión con el único inconveniente de limpiar y cuidar cada una de las piezas artísticas y decorativas que allí se encuentran. Sorpresivamente, el casón comienza a crecer al mismo ritmo que llegan nuevos artículos desde la aduana. Lo que en un principio estaba destinado al disfrute nobiliario, ahora se torna condena y enredo burocrático con absurdos tintes kafkianos. Y este planteamiento más el despliegue escenográfico son lo mejor de la función; el cómo ha trenzado el argumento, ese es otro cantar. En otras ocasiones ya he comentado que el humor en España ha sufrido una transformación ciclópea; las costumbres y las maneras de comportamiento social y urbano se han tornado en muchos aspectos laxas, el lenguaje se ha endurecido, se ha sofisticado y ha abierto huecos a un tipo de humoristas del todo subversivos. Estos han conectado con una generación de treintañeros que definitivamente se ha desconectado del humor que practica Campos. Bien es cierto que el tono bebe de Jardiel Poncela y menos de Mihura (hace poco hablábamos aquí de Ninette y la extraña familia donde valorábamos sus paradojas y su extrañeza), también de Arniches (ya se vio con Los caciques hace poco que el tiempo ha pasado para ciertas formas de comicidad); pero el lenguaje está más edulcorado, los chistes son más directos y facilones, y hoy se muestran envejecidos. Tampoco ayuda que la obra tarde en arrancar una vez se ha planteado el quid. Los protagonistas, Juan Carlos Talavera y Ana Cerdeiriña, buscan su espacio, su labor en esa aventura en la que se han embarcado. Se mueven con diligencia, aunque sus papeles se acortan y se vuelven romos cuando se convierten en guardeses y limpiadores perpetuos de su propio hogar. La precisión y la matizada interpretación de Fernando Albizu aportan buenas líneas de fuga como asistente de la Señora (Ana Marzoa, quien nos retrotrae verdaderamente a esas comedias de antaño). Un poco más de tranquilidad le falta a Samuel Viyuela son su Don Guillermo. Estupenda Marilyn Torres, esa cubana revolucionaria. Si el humor puede parecer un tanto anquilosado para muchos espectadores, la esperpéntica y hasta carnavalesca actuación del mismo Jesucristo y los dos ladrones encaramados a la mesa de un paso de Semana Santa, lleva la originalidad del planteamiento inicial hacia unas escenas de lo más chocantes. Y es que la casa crece y da para introducir cualquier cosa imaginable. El crecimiento de la mansión nos procura toda una colección de recursos escenográficos: subir los techos, fundir paredes, añadir arcos y otras decoraciones resulta sorprendente, aunque la magia quede, en la mayoría de los casos, oculta por una bajada de luces algo excesiva. Al final, desgraciadamente, lo que nos queda es una función chapada a la antigua, vieja en sus procedimientos e incapaz de recoger nuevas formas de comunicación que ya se han instalado en nuestra sociedad y que ciertamente van fuera de lo inocentón y de lo ingenuo.
Texto y dirección: Jesús Campos García
Reparto: Fernando Albizu, José Ramón Arredondo, Ana Cerdeiriña, Luis Hostalot, Ana Marzoa, Juan Matute, Miguel Palenzuela, Juan Carlos Talavera, Marilyn Torres y Samuel Viyuela
Escenografía: Jesús Campos García
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Vestuario: María Luisa Engel
Espacio sonoro: Javier Almela
Ayudante de dirección: Roberto Altozano
Diseño cartel: Isidro Ferrer
Fotos: marcosGpunto
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 10 de abril de 2016
Calificación: ♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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Un comentario en “…y la casa crecía”