La piel del lagarto

El hogar de unos reptiles refleja los ritmos inconsecuentes de nuestra vida moderna

La piel del lagartoPara esta fábula a la que asistimos, contamos con una familia de lagartos y una libélula que pasaba por allí. Si nos acogemos a las metáforas que se ponen en juego, debemos aceptar que, al igual que nosotros, se comportan más por imitación, pero que esa piel tan impermeable les evita cambiar con facilidad; parece que tienen que esperar a que mude por sí sola y aprovechar el momento, si uno es lo suficientemente avispado, para transformarse. Lo que la Compañía del Sr. Smith nos cuenta es la historia de un lagarto adulto que, de forma parecida a lo que ocurría en aquella película que protagonizaba José Coronado, La vida de nadie, se dedica a pasar el rato en un descampado, por vergüenza a reconocer que se ha quedado sin trabajo; lo interpreta Javier Laorden con un buen despliegue de actitudes y entrega física. Su mujer, la lagarta, es algo casquivana y no tiene pudor en buscarse afanosamente un amante el día de su cumpleaños; Isabel Alguacil ofrece un perspicaz encanto a la par que ambiguo. Luego tenemos a los adolescentes, el muchacho lagarto, Alejandro Pastor, se empeña con un ímpetu in crescendo, como si estuviera movido por la impotencia y sus ansias por alcanzar otro estatus. Finalmente, Alba Loureiro se lleva el personaje más redondo y complejo, con el cambio en sí mismo como revulsivo: diferentes nombres, diferentes personalidades, diferentes apariencias hasta que se encuentre a sí misma. Una youtuber dispuesta a ofertarse en cuerpo y alma a cualquier visitante. Mutatis mutandis, lo que viene a ser una familia estándar de nuestra contemporaneidad urbanita. Después, Salvador Bosch, Sr. Smith, la libélula, es quien mejor ofrece una ruptura por un lado, temporal y metafóricamente agónica, puesto que solo vive un día; y, por otra parte, moral, pues debe convencerles de que no se la coman. Todo ello envuelto con alegría y cierto estoicismo. Sigue leyendo

Tom en la granja

Un thriller, en el que la homofobia dentro del ámbito rural juega un papel preponderante en el devenir de sus protagonistas

Tom en la granja - FotoEl enfant terrible del cine canadiense, Xavier Dolan, reciente ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes por Solo el fin del mundo (otra adaptación teatral), llevó a la pantalla Tom à la ferme (Tom en la granja) en 2013. Es, con seguridad, su cinta más floja de toda su filmografía y en la que desparecen parte de sus señas de identidad estéticas, aun así, es una referencia muy valiosa ─por las intervenciones sobre el guion que realiza─ para valorar esta muestra que nos llega de la mano de Enio Mejía. Tom es un publicitario que llega a la granja en la que viven la madre y el hermano de su difunto novio, al que enterrarán al día siguiente. Cada uno de los personajes cuenta, a priori, con unos objetivos concretos. Inicialmente, el protagonista nos sorprende monologando, algo que repetirá a lo largo de la obra de forma desigual, incluso delante del resto, pero no como un aparte sino como una expresión de sus sentimientos o percepciones. Ese tipo de expresiones son de dos clases. Unas son descripciones. Siempre me han parecido un tanto ridículas las introspecciones que describen como lo hacen los novelistas: «Mantequilla. Mantequilla en la mesa. Una mancha. Amarilla, sucia, blanda. No puedo quitar mis ojos de ella», hecho auténticamente antiteatral; además, ¿quién piensa de esa manera? En otro cariz muy distinto está la introspección reflexiva que evoca situaciones pasadas: «Te imagino cuando eras pequeño. Intentando trepar por la encimera del fregadero», que, aunque deberían formar parte de la actuación, de sus emociones en los gestos o en la comunicación, pueden ser aceptables (Dolan directamente no contó con este recurso). Sigue leyendo

Habrás de ir a la guerra que empieza hoy

Pablo Fidalgo Lareo recupera la historia de su abuelo, un exiliado de la Guerra Civil

Foto de Marta Pina
Foto de Marta Pina

Viene el montaje de Pablo Fidalgo Lareo avalado por la consideración del diario Público de Portugal como Mejor Espectáculo de Teatro en 2015. Habrás de ir a la guerra que empieza hoy es de esas obras que parece que necesitan la hiperrealidad, la hiperautenticidad, para que el monotema de la Guerra Civil española penetre en el oído de los compatriotas con aire renovado. Partimos de la propia contextualización que nos ofrece el dramaturgo en el centro de las tablas. Sostiene el libro «auténtico» del que parte todo, Papiro-zoo, de Giordano Lareo, su abuelo y, a la sazón, protagonista de lo que vamos a escuchar a continuación. Debe quedar claro que esta historia está basada en hechos reales. Guarda el folio que ha leído y comienza la función. Pero adelantemos el final, pues tampoco debemos considerarlo una sorpresa y, quizás, tampoco deberíamos considerarlo parte de la obra. El actor que interpreta el monólogo, se desenmascara y se convierte en el intérprete angoleño Cláudio da Silva, el «auténtico» Cláudio da Silva, que nos lee, folio en mano también, y en portugués, su penosa historia personal como exiliado. Este es el aparataje propio del arte conceptual. ¿Qué pasa si lo que nos cuentan es todo inventado? ¿Funciona la obra? ¿Somos capaces de disfrutarla, entenderla e, incluso, criticarla si no supiéramos estos hechos que pretenden comprometernos? Si lo tengo en cuenta, considero que quieren hipersensibilizarme y, además, lo consideraré más testimonio que expresión dramatúrgica; si retiro el prólogo y el epílogo (ahora mismo prefiero retirarlos de mi mente), entonces la función va como sigue, y su juicio también. Sigue leyendo

La lista

La Sala Cuarta Pared lleva a escena este premiado monólogo de la dramaturga Jennifer Tremblay

La lista - fotoCada uno se las compone para conducirse en la vida. El número de personas que recurre a las listas en este devenir tremebundo y agitado debe ser infinito. El uso de todas esas citas, recuerdos, propuestas o encargos, también tiene multitud de usos; uno de ellos, quizás el principal, es postergar aquello ineludible que en algún momento se apuntó. «Llevo una lista rigurosa / detallada / la sigo al pie de la letra / y más desde que…». Escrito como si fuera un poema en verso libre, un chorro de ideas y pensamientos que buscan ordenarse, como una oda whitmaniana al olvido de las cosas importantes, a esos bloqueos mentales como surgidos del inconsciente para revelarse en catástrofe. Algunos dirían que para provocarse cambios abruptos imprescindibles antes de caer en el desconcierto o en el tedium vitae. Una mujer de unos treinta y cinco años que ha decidido marcharse a vivir fuera del mundanal ruido pasa los días cuidando de sus tres vástagos, en el transcurrir de unas semanas, unos meses y unos años que se van calcando unos a otros. Sigue leyendo

La soledad del paseador de perros

De cómo una mujer emprende un viaje hacia la liberación que requiere el desamor

La soledad - FotoEs muy sugerente seguir la progresión de una joven dramaturga como María Velasco (Burgos, 1984). Cuando la temporada anterior disfrutamos en Líbrate de las cosas hermosas que te deseo de su manejo de diferentes lenguajes, del riesgo de su expresión y de una historia que se entreveraba con su biografía, se atisbaban mimbres de gran creadora. Pero lo que nos hemos encontrado con La soledad del paseador de perros es un círculo vicioso de redundancias. Es una performance donde la propia escritora se introduce como protagonista, como narradora, como sufriente hasta la desnudez y la exposición pura de su dolor, igual que una performer que se autoinflige la liturgia de su propio quiste. María Velasco esputa su desamor con el recuerdo de un sentimiento ahora inasible y del papel que uno ocupa cuando el diálogo no tiende al equilibrio sino a la destrucción. De acuerdo. ¿Pero cómo llevar la hecatombe de ese tráfago romántico? Pues con un exceso de poema narrativo, de proclama activista, de barroquizante decálogo de enorgullecimiento expiatorio y, sobre todo, de reverberación infinita sobre lo mismo como en un rito inacabable. Serviría, supongo, de ejemplo de narraturgia (como la define Sanchis Sinisterra), pero entonces lo teatral se aleja del espectador como el oyente que escucha recitar poemas de los novísimos en sus tiempos de esplendor. Las evocaciones se pierden, los símbolos se tornan inanes y la comunión entre ese supuesto público avezado y la sacerdotisa en pleno conjuro, se disuelve. Sigue leyendo

Nada que perder

Mítin teatral revestido de trama en ocho escenas sobre un caso de corrupción

Foto de Daniel Martínez López
Foto de Daniel Martínez López

Metidos ya de lleno en campaña, Nada que perder se presenta como un acto electoral reconvertido de puzzle policial o como un mitin apenas escondido tras un argumento acerca de la corrupción o, es más bien, un panfleto dirigido no se sabe muy bien a quién. Si no fuera porque el trabajo de los hermanos Bazo (recuerdo con agrado su obra Los impostores), de Juanma Romero y Javier G. Yagüe los avala, y que la Sala Cuarta Pared suele arriesgar con sus propuestas, uno tendería a pensar que este proyecto se les ha ido de las manos o que la deriva del país les ha nublado la vena artística. En cuanto comienza la obra, ya somos interpelados con las famosas tres preguntas de Kant, que se resumen en aquello de «¿qué es el hombre?»; a partir de ahí, cientos de preguntas de carácter moral (muchas de ellas falsos dilemas) y político para enmarcar y puntualizar la respuesta que nos viene en forma de cuadro. Es decir, un Pepito Grillo (no vaya a ser que el respetable se pierda), nos ametralla con cuestiones como una sombra que acompaña a los dos protagonistas de cada una de las ocho escenas. Al principio es un padre, profesor de filosofía, que debe acudir a comisaría porque su hijo ha sido detenido por quemar un contenedor en un acto de protesta. Luego, se va elaborando la trama con una interventora puesta a dedo en el ayuntamiento, un futuro alcalde y su madre, un policía, etc. La historia deja pronto de tener importancia porque el tono es tan directo, explicativo, demagógico y moralista que uno siente que está o en el culto evangélico o en una sesión para escolares o que es un indio recibiendo a los españoles de la conquista trayendo la Buena Nueva. A esto, además, hay que añadirle que, sin pudor, se entonan los recortes perpetrados por los últimos gobiernos de la nación (por si alguien no se había enterado). Sigue leyendo

La fiebre

Israel Elejalde nos regala el despertar moral de un hombre que se horroriza ante la pobreza

LaFiebreLeer El Capital puede, si eres capaz de abstraer las nociones básicas, incitarte a cambiar la mirada sobre un mecanismo que lleva varios siglos aprendiendo de sí mismo. Viajar a los lugares donde la pobreza huele, molesta y hiere puede lograr que te caigas del guindo de una vez por todas. La fiebre, el monólogo que escribió Wallace Shawn en 1991 tras su experiencia personal visitando ciertos países depauperados de Centroamérica, es tramposo para el espectador y requiere una interpretación pertinente. Si lo escuchamos como una especie de discurso político vehemente y confesional, entonces su maniqueísmo nos puede pillar desprevenidos y, entonces, nos podemos quedar con esos mensajes tan simplones sobre pobres y ricos, sobre lo malos que son los bancos, sobre lo injusto de la historia y, sobre todo, con soluciones infantiles como la conversión del protagonista en menesteroso profesional (aunque esto casi lo afirme en estado de shock ético). Si, por otra parte, lo tomamos como un ejemplo de estadounidense que se desploma del caballo camino a Damasco, entonces estaremos ante el inicio de una pequeña esperanza. Aunque en el texto no se observa una crítica directa a su país o a los procedimientos de su política, sí encontramos referencias a Marx, a su obra magna y, dentro de ésta, al capítulo referido al fetiche —uno de los conceptos más sugerentes y modernos del viejo Moro—. El protagonista descubre, de repente, con sus casi cincuenta tacos, que cada producto manufacturado ha sido pergeñado por decenas de manos pertenecientes a individuos sin identidad y con mucha hambre, y que ellos están ahí, insertos como valor social. Sorpresa.  Sigue leyendo

Líbrate de las cosas hermosas que te deseo

María Velasco ha escrito un texto donde viajar hacia el sur se convierte en metáfora de introspección

LibrateDeLasCosas

Burgalesa de treinta años busca encontrar oxígeno puro en las Áfricas que ella se imagina dentro de su cabeza de castellana educación. El destino es el propio viaje; reencontrarse o realizarse o dejar que la experiencia abra nuevos caminos y posibilidades. Marta Cuenca es el álter ego de la dramaturga María Velasco, acompañada de una serie de proyecciones en vídeo que nos adentran en su aventura (tomando referencias de Robinson Crusoe), más un viejo televisor, un ordenador y una cámara que, en varias ocasiones, se convertirá en objetivo primordial de la representación, aunque sea Marta la que lleve constantemente la voz cantante con determinación y timidez a partes iguales (puro conflicto). Quizás se haya forzado en demasía la presencia del aparataje tecnológico para un texto poético, galopante y barroco, y que en los ajustes con los vídeos pierda comprensibilidad. Al contemplar este uso de medios audiovisuales, inevitablemente me vino a la cabeza una efímera visita de Christiane Jatahy, la brasileña que adaptó La señorita Julia apoyándose en medios cinematográficos. Además, se dan varias coincidencias aún (desconozco si María Velasco tuvo la oportunidad de ver alguna de las representaciones hace un par de años): el amante es negro, la protagonista necesita liberarse de los corsés de sus costumbres y también se da una escena filmada en la plaza de Lavapiés (en un juego metateatral) de forma parecida a lo que ocurre con Líbrate de las cosas hermosas que te deseo. Sigue leyendo

Canícula

Vicente Colomar presenta en la Cuarta Pared su peculiar visión de la familia y sus aprisionadoras redes

Canícula - FotoLas cadenas familiares a veces constriñen a sus miembros de tal manera, que cualquier concepción de la libertad queda pospuesta hasta que algún acontecimiento inesperado abra la espita pandórica. Al principio contamos con tres hermanos sentados en su sofá: el pequeño es Juan Antonio Lumbreras, alguien capaz de hablar a la velocidad del rayo y dejar estupefactos a los espectadores con su discurso displicente, él solo quiere «vacaciones»; el de en medio, Antonio Gómez, más dubitativo, va tomando posiciones según avanza la función hasta alzarse con la decisión definitiva; y el hermano mayor, Rulo Pardo, lleva la voz cantante desde ese principio fulgurante, con ese tono casposo y esas ropas horteras (el chándal de Lumbreras y los mocasines de los tres, sin desperdicio), ochenteras (es una obra bastante chunga en la estética masculina), con esas reiteraciones y quejas: «Hace un sol de justicia». «De justicia, sí». «Sí, de justicia» (premonitorio entre la canícula). Luego, Rulo Pardo se lleva el protagonismo de una escena extravagante, alzándose como un franquista henchido de españolidad y espíritu carpetovetónico que rompe la dinámica de la obra y la lleva hacia un terreno psicótico que parece un tanto viejo y poco creíble, si no se acepta que estamos en décadas anteriores. Sigue leyendo