Personas, lugares y cosas

Irene Escolar impone su maestría para protagonizar este drama de Duncan Macmillan sobre adicciones en el Teatro Español

En nuestra sociedad la droga corre por doquier, quien no lo vea es porque no ha mirado suficiente. Muchas, muchísimas de nuestras violencias tienen detrás adicciones a los estupefacientes. De la farándula sabemos (así lo van revelando sin pudor sus gentes) que es un sector idóneo para el enganche a las sustancias (véase la exitosa serie Yo, adicto). Gentes especiales que se atreven a subirse a un escenario, a ponerse delante de una cámara, a enfrentarse a un público que no asume que frente a ellos no está el personaje que tanto lo fascina, sino una persona. Así que los factores que se disponen en esta obra propician la imbricación de las capas de simulación, puesto que nuestra máxima y absoluta protagonista es una actriz que se encuentra interpretando a Nina en La gaviota, de Chéjov. Ahí tenemos el símbolo que arrastramos en esta función, aunque sea atravesada por las complejidades materiales y fetichistas de nuestro presente.

El sustento de todo el espectáculo está configurado con grandiosidad por Irene Escolar. La artista más relevante de su generación y quien está llamada a permanecer en nuestra memoria en las próximas décadas ─no hay más que repasar sus actuaciones, incluido el papel en la célebre tragedia chejoviana─. El espacio inmenso ─las tablas del Español desnudas, sin patas y sin telón de fondo─ resulta incómodo y esto exige un esfuerzo mayor a la hora de aunar las distintas tergiversaciones que se ponen en marcha. Ella instala emociones más medidas que en otras ocasiones, en las que tendía al desbordamiento. El aplacamiento, el nerviosismo, la desrealización se muestran sin falla. Tendrá su sombra en escena con Josefina Gorostiza, y su presencia será una inquietud sugerente.

Cuando desaparecen los decorados de la pieza rusa, la protagonista enseña su cuelgue, su mono, su cuerpo en estado de necesidad permanente de sustancias que lo reanimen o lo deriven hacia otros estados de conciencia. La realidad no mola. En la ficción de las ficciones se vive mejor. El esquema es harto conocido en estas masas embebidas y engreídas con dependencias que rompen las familias. El dilema está en determinar si el descuido parental o una educación muy rígida o poco cariñosa desencadenan el abrazo a la droga; o si esta viene de un contexto determinado. O ambas posturas. A veces el hambre y las ganas de comer se encuentran con fruición. Así que nuestra heroína decide ingresarse en una clínica, porque no puede más. Su carácter chocará con todo ser que se le ponga por delante. Inicialmente con Pastor, un Brays Efe que ofrece su encanto, a pesar de que insista en modos de expresión demasiado habituales en él. Agente de bienvenida, expaciente y chico comprensivo. No tiene el mismo talante Sonia Almarcha, quien impone su seriedad y su dominio como directora. Será ella la responsable de insinuarnos el programa de acción (quizás algo sectario), de esas etapas por la que atravesar. De ahí el estadio de «Personas, lugares y cosas». Es decir, la recuperación vital de esos entes. Luego, la propia actriz caricaturiza, en cierta medida, a una de las mediadoras, impostando la voz y debilitando los gestos. Ante todo, el gran interlocutor será Marc, un Javier Ballesteros que vuelve a desarrollar su agilidad espacial, su «comodidad» sobre la tarima y ese perfil que él tan bien concreta entre la altivez y la seducción del misterioso introspectivo. Conocer su caso, sus altibajos emocionales, nos permitirá entrar en el juego dialéctico con mayor hondura. El resto de personajes van puntualizando cada reunión con sus guiños particulares.

La estructura del texto de Duncan Macmillan no es lo suficientemente abigarrada, lo bastante cohesionada. Se alarga más de lo necesario y en el segundo acto, una vez nuestra malhadada debe regresar a su «encierro», se repiten los rituales, los procedimientos antes observados ─insisto que la serie Yo, adicto, puede dejar a muchos asistentes sin la capacidad para sorprenderse, dadas las similitudes─. Además, Pablo Messiez ha intentado ofrecer una plasticidad en su dirección. Creo que el teatro no ha sido el adecuado y, quizás, tampoco el público. De alguna manera, se observa cómo ha pretendido reintegrar la energía que destiló en el Pavón con Las canciones. En aquella ocasión, en el descanso ─recordemos el estreno─ se favorecía una sintonía con los espectadores, cuando se les invitaba a bailar con los propios intérpretes. Eso generaba una atmósfera extraordinaria. Esta vez, Manuel Egozkue nos deleita con una sesión de techno en su mesa de mezclas para aquellos que nos queramos embeber. No obstante, son veinte minutos que quiebran el ritmo, que no facilitan un puente hacia el desenlace. Y eso que la música tiene su importancia, aunque aparezca a través de brotes espasmódicos. Óscar G. Villegas despliega unas cadencias enloquecidas para que todos los componentes ofrezcan sus posibilidades dancísticas. Y convengamos que hay potencia en ellos y que algunos están a un nivel magnífico. Las primeras, por supuesto, Claudia Faci y Josefina Gorostiza; e, incluso, el propio Egozkue, quien domina el shuffle. Son momentos que darían para más. Se atisba el ambiente; pero la terapia aplatana el asunto.

De todas formas, la escena final, que es una religación hacia el naturalismo, me parece que eleva el interés del montaj. La escenografía de Max Glaenzel, quien había situado un imperante EXIT enormemente significativo para esos seres, lanza hasta el proscenio la habitación de Emma-Sara-Lucía. Ahí estará su indolente padre, dominado por su timidez, para descubrirnos a un Tomás del Estal, que configura en la obra dos papeles bien distintos (antes como paciente quebrado por el amor) y desarrollados con pericia. La madre, otra vez Almarcha, da la clave definitiva de todo y nos permite recolocar las piezas.

Entre las diferentes perspectivas estéticas y conceptuales que se aúnan en la propuesta cualquier espectador no solo podrá disfrutar, sino también adentrarse en esas máscaras que a todos nos constituyen más allá de las adicciones.

Personas, lugares y cosas

Autor: Duncan Macmillan

Adaptación y dirección: Pablo Messiez

Reparto: Irene Escolar, Javier Ballesteros, Tomás del Estal, Brays Efe, Sonia Almarcha, Claudia Faci, Daniel Jumillas, Mónica Acevedo, Blanca Javaloy, Manuel Egozkue y Josefina Gorostiza

Escenografía: Max Glaenzel

Vestuario: Silvia Delagneau

Iluminación: Carlos Marquerie

Espacio sonoro y música original: Óscar G. Villegas

Movimiento escénico: Josefina Gorostiza

Ayudante de dirección: Miguel Valentín

Ayudante de escenografía: Gonzalo Acero

Ayudante de vestuario: Beatriz Carballo

Residente de ayudantía de dirección: Ares B. Fernández

Fotografía cartel: Pablo Zamora

Fotografía de escena: Mario Zamora

Equipo técnico compañía:

Regiduría: Ana Gómez Salamanca

Iluminación: David Benito

Sonido: Ale de Miguel y Arsenio Fernández

Maquinaria: Miguel Angel Jiménez Marrupe y Emilio Enríquez

Sastrería: Estrella Baltasar

Ayudante de producción: Aurora Carragal

Realización escenografía y atrezzo: Readest Montajes, Big Image

Realización gaviota: Jaime Polo

Realización vestuario: Iñaki Cobos, Crin escénica

Equipo producción Mogambo: Ignacio Salazar-Simpson, Alicia Calôt e Irene Escolar

Producción: Mogambo y Teatro Español con la colaboración del Teatro Calderón de Valladolid

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 11 de enero de 2026

Calificación: ⭐⭐⭐

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