Aldara Molero y Natalia Mariño presentan un cosmos urbano en la Cuarta Pared para iniciar el Tríptico de la vida

Este montaje que se presenta en la Sala Cuarta Pared es la primera parte de Tríptico de la vida, un proyecto que servirá para conmemorar el cuarenta aniversario de este espacio escénico tan singular. Ya comprobaremos qué ocurre con las otras dos piezas, pero si nos fijamos en Todas las casas, la sensación de prólogo, de marco contextual, parece evidente. Sobre todo, porque uno no sabe si puede considerarse una obra dramática de ficción. Es decir, si no se queda en el paisaje, en la documentación de unos modos de existencia, en el reportaje poetizado de aquellos que se quedan en el margen. O sea, no se opera con personajes consistentes, desarrollados,… es una pequeña fracción de la masa anónima. Por lo tanto, el público puede exigir una concreción que lo destine a descubrir los lazos que vertebran aquello que sucede. ¿Somos nosotros quienes debemos trazar la estructura, el relato, la explicación…? Eso, cualquier ciudadano, que como tal se considere, lo hace a diario cuando observa el ritmo de su ciudad, y más si estamos en Madrid. Quizás la singularidad esté en los aspectos estéticos. Disfrutables, como veremos; aunque, sospecho, se alejan de los fundamentos que precisamente se han trabajado en ese teatro. Me refiero a la sustancia social, de denuncia, de fijación sobre los depauperados. Así ha pasado con las trilogías anteriores: Juventud, Inesperada, Negra (Nada que perder, Instrucciones para caminar sobre el alambre y Tantos esclavos, tantos enemigos)… No diré que el procedimiento que observamos esta vez caiga en el objetivismo (añádanse la cantidad de datos cronológicos, astronómicos que se ofrecen para encajarnos en el cosmos), pero da la impresión de que somos voyeurs colándonos en distintos habitáculos. Casi podrían obviarse los diálogos. Podríamos quedarnos en silencio y aceptar las causas con sus efectos. Por momentos me recordó a la frialdad que muestra Aki Kaurismäki en su celebrada Fallen Leaves (2023).
Me pregunto si Aldara Molero y Natalia Mariño con su dramaturgia han caído en las redes de una estética que edulcora y suaviza la dureza de las vidas reflejadas. Los tintes de cursilería e infantilización encuadran la performance. En el inicio, con la absurdo requerimiento para que un espectador salga al escenario (desde su voluntaria espontaneidad) a leer un preámbulo en un libro: «Ahora mismo, la Tierra está girando sobre su eje a unos 1670 kilómetros por hora, creando la noche»… Luego, el desenlace, tendrá ese ejercicio psicologista, de coaching, de espiritualidad: «Cierra dos segundos los ojos si alguna vez hiciste daño a alguien». Etcétera.
Resulta original, por otro lado, el movimiento. Es lo más coherente del espectáculo. Desde el caos que «destruye» el orden del abigarrado núcleo de la escenografía se va propiciando la creación de los recodos, de las habitaciones de hotel, del almacén repleto de contenedores… Después, el elenco contribuye a esa elocuente coreografía y va afinando cada minúscula escena para alcanzar los sesenta minutos exactos. Un tiempo muy preciso, configurado de otros tiempos. Una coordenada azarosa que es metáfora de un instante cualquiera para biografías dolientes y anodinas, de seres de cuyo nombre ni siquiera querremos acordarnos puesto que no lo conoceremos.
¿A quiénes hallamos? Pues a cinco narradores, que se intercalan con brío en sus intervenciones fulgurantes. Favorecen así el objetivismo y la asepsia a la que me refería antes; no obstante, suplen esta distancia con su claridad, su entrega y su dinamismo. De esta manera, Rebeca Hernando y Lucía Sánchez se encarnan en dos kellys (rememoremos aquella obra titulada Las que limpian, que reflejaba con humor el trabajo de estas malhadadas). La primera, con su habitual disposición y vehemencia recitará las indicaciones pormenorizadas para adecentar una habitación de hotel con la misma velocidad que deberán ejecutarse. Puro taylorismo que las llevará al agotamiento y a diferentes lesiones auténticamente incapacitantes. La segunda asumirá su nuevo cargo con creíble displicencia. Volveremos sobre ellas para descubrirnos en su fregoteo anodino y, sobre todo, alienante. Por otra parte, contamos con dos currantes de un polígono industrial. Simples tíos que colocan cajas iguales, con sendas pegatinas de identificación. Hablar de fútbol. Charlar para que el tedio no los carcoma. Abraham Arenas se manejará con dominio en el estereotipo del trabajador que asume su condición; mientras que Efraín Rodríguez, con gran presencia sobre el tapiz, impone unos modos de rebeldía. Sin embargo, no parece que el montaje termine de romper en relación a la protesta general. Por otro lado, Adriá Olay remarcará su rictus avieso dentro de un taxi, para hacer de pasajero inquietante y tenebroso, capaz de amedrentar a la conductora.
En fin, se van acogiendo a diversos papeles, ya sea de embarazadas, o de nueva pareja de enamorados (con poco recorrido) o de una prostituta y su cliente rabioso e insolente tras un gatillazo (daría para más). Cuando terminan, la impresión de que el estilo imperante con esos motivos estelares, como la luna que sirve de pantalla, despolitiza la propuesta hasta dejarla en la mera descripción de una atmósfera.
Dirección: Aldara Molero
Dramaturgia: Aldara Molero y Natalia Mariño
Ayudante de dirección: Beatriz Rivas
Interpretación: Efraín Rodríguez, Lucía Sánchez, Adriá Olay, Rebeca Hernando y Abraham Arenas
Vestuario y escenografía: Berta Navas
Sonido y audiovisuales: Kevin Dornan
Diseño de iluminación: Nuria Henríquez
Fotografía: La Megías Fotos
Grabación de vídeo: Javier Sánchez-Guerrero y David Pérez
Edición de vídeo: María Moreno Novoa y Javier Sánchez-Guerrero
Diseño de cartel: Irene Glez Lara (Verde Pistacha)
Producción, distribución y comunicación: Cuarta Pared
Sala Cuarta Pared (Madrid)
Hasta el 1 de marzo de 2024
Calificación: ♦♦
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