Pablo Rosal continúa su exploración sobre la incomunicación con este «ejercicio en la explanada» en el Teatro del Barrio

Genuina obra de Pablo Rosal esta. El dramaturgo más incisivo, original, misterioso y profundo del momento. Si hace unas semanas hablaba de su anterior e imperdible montaje Hoy tengo algo que hacer, esta nueva incursión se encajaría similarmente en esa temática de la estupefacción y la maravilla de los albores de la filosofía hasta bordear el absurdo, con tintes kafkianos. Por lo tanto, Los que hablan está presente y Castroponce reverbera como lección, como conferencia.
Suena el insolente timbre para dar comienzo a la clase de Historia. Un individuo aparece por allí con un nerviosismo palpable. Tartamudea. Es incapaz de hacerse cargo de la situación. «El profesor no ha venido», declara. Nosotros únicamente observamos una pequeña pizarra y una mesa que, en verdad, es de alumno (quizás sea un aspecto a cuidar). El tipo viene con un maletín; pero qué puede contener si él asevera que no está especializado en nada. Es más, que no tiene facultades concretas. Todo un imposible que exista hoy un sustituto que simplemente sea un cuidador, alguien que vele por el alumnado, para que este pueda dedicar esa hora a lo que necesite (sería de agradecer algo así). Todo resulta raro, y más su lenguaje, que pareciera pergeñado por Ionesco. «Mi preparación está por llegar», «nosotros somos los sustitutos, los que no tenemos ninguna virtud realmente: desnudos, crudos, abandonados…». Que esto lo sostenga con una manzana en la mano nos traslada nuevamente ─insisto que son conceptos que el autor maneja en otros textos─ al adanismo, al ser de barro por hacer, por moldear o por adaptarse.
La función, desde luego, discurre filosóficamente por asuntos metafísicos y ontológicos de una grandísima dificultad. Da la impresión de que Rosal se ha pegado un empacho de Husserl y de Heidegger para aproximarse al acontecimiento, a ese extraño empleo de nadería, con pretensión fenomenológica, que transcurre en un tiempo de sesenta minutos perfectamente encuadrado; aunque da posibilidad al asombro. Nos hallamos, a la postre, con toda una clase de Filosofía, creada en el propio filosofar. Un abordamiento nihilista que critica ese nihilismo. Tomado por un ser que se está haciendo desde su papel de guarda, del que no tiene el temario aprendido y los saberes frescos para transmitirlos a esos alumnos que somos nosotros (hasta pasa lista con nuestros nombres). Caer en esa «grieta» le da la oportunidad de plantearse, como un humano nuevo, recién llegado, el nacimiento de la existencia y de sus posibilidades. Y, sobre todo, que su momento se debe a que el docente titular existe; sin embargo, no está. No debe, entonces, el espectador pasar desapercibido este detalle del esquema dialéctico que se nos muestra (la circunstancia de Ortega). O sea, la negación. Todo aquello que no es; pero que dialoga, que está, en lo que va a ser. ¿Puede una propuesta teatral que juguetea con una comicidad aviesa llegar a estas honduras y salir indemne? Habrá que aceptar que el público debe poner mucho de su parte, que si bien permite una lectura más superficial que puede entretener, lo que se reclama de nosotros es una penetración conceptual superior.
Juan José Rodríguez hace de individuo que no puede callarse; aunque paradójicamente, con todas esas muecas de intranquilidad, parezca poco ducho a la hora de improvisar. En cualquier caso, es un humano en proceso de descubrimiento, motivado por la sorpresa y hasta por el entusiasmo, arrojado a esa coordenada espaciotemporal para acogerla con provecho. Afirma: «Soy solo un mecanismo en el engranaje de esta clase, no llevo maletas, soy el personaje neutro de la autoridad, un modelo de figura humana ante ustedes». No viene mal comentar aquí el hecho «rosaliano» acaecido en el Teatro del Barrio, tan coherente con el propio discurrir del espectáculo. Nuestro actor a quien tanto hemos admirado en diversos trabajos (véase La voluntad de creer o Las canciones, por ejemplo) se va poniendo nervioso como intérprete, porque de la calle se cuela voces, conversaciones que se adentran en la sala y a las que él remite con gestos. Hasta que ya no aguanta más, abre la puerta de emergencia y solicita a esos vecinos que bajen la voz, que está haciendo una obra de teatro. Sale de la fisura, entra en otra, vuelve, y el personaje queda integrado absolutamente, mientras nosotros caemos en la incomprensión. No sabemos hacia dónde vamos. Demuestra su seguridad hallando un equilibrio frágil en la extrañeza.
Merece la pena destacar la extraordinaria retahíla que finaliza el montaje que tanto sentido existencial otorga: «La humanidad se ha aprovechado de la conciencia para imponer sus planes; a las grietas de la vida le ha impuesto la psicología,… al vacío le ha impuesto la religión,… al ser le ha impuesto la identidad…». No obstante, creo que es justo reconocer que estos «ejercicios» (así me pareció igualmente con Los que hablan) poseen una recursividad, un procedimiento de repetición en su avance lento, que se agota demasiado pronto en la contemplación del artefacto. Se asimilan, en alguna medida, con aquel «teatro fantástico» de Benavente (fijémonos en El encanto de una hora). Quizás, si fueran espectáculos de piezas que se van concatenando como cuadros surreales; la sensación pudiera ser más completa y redonda.
Autoría y dirección: Pablo Rosal
Asistencia a la dirección artística: Federica Cuccia
Interpretación: José Juan Rodríguez
Teatro del Barrio (Madrid)
Hasta el 11 de octubre de 2024
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “El profesor no ha venido”