La adaptación de la célebre novela de Clarín nos deja un montaje reduccionista y falto de pulsión existencial

No sé cuál debe ser la mejor manera de trasladar a escena en noventa minutos una novela de proporciones considerables; pero esta que ha pergeñado Eduardo Galán es harto conservadora en cuanto a la ambición artística, y no hace, en absoluto, justicia a ciertas técnicas literarias que puso en marcha con excelencia el autor nacido en Zamora (asturiano de adopción). Hablo, por ejemplo, de ese atisbo de monólogo interior que fue el estilo indirecto libre. Aquí se ha optado por el pedagogismo, por la narración que ate cabos, de la conciencia de que muchos bachilleres acudirán con sus profesores al reclamo. O de ese público que ha leído la obra y necesita recordar a este o a aquel personaje. O, directamente, los que solo vieron la conocida serie de televisión con Aitana Sánchez-Gijón y Carmelo Gómez a la cabeza.
En cualquier caso, lanzar a intervalos de cuarto de hora a un narrador (se van pasando el mochuelo unos a otros) para ilustrarnos acerca del argumento es poco menos que recurrir a esos explicadores (los benshi japoneses), que se empleaban en el cine mudo para que el personal no se perdiera. Uno puede entender que en el prólogo pues se nos ponga en situación. Al fin y al cabo, los eternos quince primeros capítulos de la susodicha novela ─que son únicamente tres días─ están repletos de descripciones. Seguir insistiendo me parece que es una falta de respeto a las entendederas de los espectadores o una incapacidad (no lo creo) del adaptador para lograr que la acción avance. Más pienso que los productores y coproductores del proyecto (algunos se encargaron de Los pazos de Ulloa, montaje que en formato comparte muchas similitudes con esta) tienen muy claro el producto que anhelan sacar adelante, o sea, que nadie piense en un tostonazo decimonónico. Y verdaderamente se ha conseguido, puesto que la función camina con agilidad y eso, al menos, se agradece.
Quizás, eso sí, en aras de la sencillez, no hubiera estado mal una escenografía algo más compleja, pues ese molde de mansión funciona mejor como pantalla para proyectar algunas imágenes gigantes que como espacio versátil. Por no añadir, que ni por asomo se nos aproxima a la gran catedral ovetense (vetustense). Otro asunto es el vestuario de Yaiza Pinillos, que se ajusta con elegancia a los dictados de aquella época y a los usos provincianos. Si queremos profundizar en esa concepción de la claridad general, en ese alejamiento de la escabrosidad naturalista, podemos fijarnos que hasta el célebre sapo final –tan simbólico- desaparece. Pero, sobre todo, la composición que realiza Ana Ruiz de su carácter como máxima protagonista carece de sofisticación. Tengamos en cuenta que rivaliza con Emma Bovary y Ana Karenina, que su ansiedad y sus cuitas, sus pesadillas está intensamente relacionadas con ese mal du siegle, con el tedium vitae, que padecieron esas cabecitas burguesas en el siglo XIX y que ahora, en el XXI, es una epidemia de difícil solución. Disquisiciones existenciales, anhedonia y una respuesta religiosa carente de argucia. Es decir, una mujer, que tiene más un padre bondadoso que un marido, y así lo refleja con bonhomía resolutiva Joaquín Notario con su Víctor Quintanar (el exregente). Una señora que se agarra a ese don Juan de Mesía, que Joaquín Dicenta elabora con mucha sagacidad y apostura; porque se cree que en esos brazos dará rienda suelta a su excitación. Una dama que es tentada para cometer la mayor transgresión posible en esta Vetusta retrógrada, liarse con el Magistral de la Catedral, don Fermín de Pas. Y digamos que Álex Gadea está brioso, cautivador y en ebullición, de lo mejor de este montaje, desde luego. Además, la madre, doña Paula, nos deja a una Pepa Pedroche muy consistente y repleta de esa inquina tan arraigada en esas sociedades tan clasistas. Luego, el resto de personajes se van difuminando entre pequeños apuntes.
Estamos, desgraciadamente, demasiado acostumbrados a este tipo de adaptaciones, cuando, en España, en estos últimos años, se nos ha demostrado que algunas grandes y magnas obras se pueden trasladar con arte y exigencia a las tablas (pondré de ejemplo La casa de los espíritus). ¿Qué recibe aquí el espectador? Un sucedáneo.
Autor: Leopoldo Alas, Clarín
Adaptación: Eduardo Galán
Dirección: Helena Pimenta
Reparto: Álex Gadea, Joaquín Notario, Jacobo Dicenta, Pepa Pedroche, Francesc Galcerán, Lucía Serrano y Alejandro Arestegui
Adjunto de dirección: José Tomé
Ayudante de dirección: Almudena Ramos
Diseño de escenografía: José Tomé y Marcos Carazo
Diseño de iluminación: Nicolás Fischtel
Diseño de vestuario: Yaiza Pinillos
Vestuario: Sastrería Cornejo
Música original y espacio sonoro: Iñigo Lacasa
Coreografía: Nuria Castejón
Producción ejecutiva: Secuencia 3
Dirección de producción: Luis Galán
Coordinación técnica: Luis García
Producción y comunicación: Beatriz Tovar y Borja Galán
Ayudante de producción: Inma Almagro
Diseño gráfico: Hawork Studio
Administración: Gestoría Magasaz
Dpto. Jurídico Financiero: Marina C. Feliu
Transporte: Miguel Ángel Ocaña
Fotografías cartel: Juan Carlos Arévalo
Maquillaje y peluquería: Roberto Palacios
Distribución: Ginés Sánchez y Sergio Bethancourt
Coproducción del Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa y Secuencia 3, con la colaboración de Focus, Pentación, Saga, Hawork Estudios y Olympia Metropolitana.
Teatro Fernán Gómez (Madrid)
Hasta el 3 de marzo de 2024
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “La Regenta”