Canción del primer deseo

Los topicazos de las dos Españas, la guerra civil y Lorca forman un engrudo telenovelesco en esta obra firmada por Andrew Bovell

Canción del primer deseo - FotoTampoco me extraña que se haya llegado al punto de exceso que se alcanza en Canción del primer deseo, pues las dos anteriores obras (Cuando deje de llover y Las cosas que sé que son verdad), sobre todo esta última que protagonizó Verónica Forqué estuvieron a punto de caer en un melodramatismo insoportable. Pero no, lo contrapesos funcionaron con excelencia.

Como las telenovelas más desaforadas o como las novelas bizantinas más inverosímiles, esto que presentan en el Teatro de La Abadía viene con sus cuatro finales sin freno y directo al desmoronamiento y bien abultado de clichés sobre las dos Españas y la guerra. Por un momento, me ilusioné pensando que Andrew Bovell conocía la historia de los Panero, y que había visto El desencanto (1976), de Chávarri, y Después de tantos años (1994), de Franco. Una equivocación por mi parte.

El dramón que nos plantifican en las tablas es tal, que cualquier aproximación que haga sobre el argumento será destripar en demasía. La última media hora, aproximadamente, está tan cargada de anagnórisis expuestas con tan burda exageración que habrá que ir con cuidado; porque seguir recurriendo a Lorca como el mártir supremo de aquella contienda fratricida, que dejó medio millón de muertos, ya debe terminar; aunque sea por respeto a un conflicto de muchísimo más calado, como todos ya debemos entender. Seguir con aquello de que lo mataron por rojo y maricón (hay que hacerle un poco de caso al historiador Miguel Caballero) entra dentro de esas mitologías que algunos necesitan para su santificación laica, como adalid de cualquier defensa de esto o de aquello que cada colectivo se arrogue (y lo que no encaje con nuestra moral imperante, pues chicuelina y a otra cosa). Y si fue amigo de José Antonio, pues se obvia, ahora que justo, justísimo, tenemos el exabrupto de los cachorros falangistas haciendo aspavientos mientras trasladan a su mártir.

Al principio, en el presente, con el paredón como acerbo testigo de un pasado que se arrastra de manera inapelable, en un patio repleto de hojarascas, y con una madre senil, olvidadiza y demente, el panorama simbólico posee potencia. Consuelo Trujillo cederá su cuerpo en la desnudez a esa decrepitud, a esa tristeza indeleble que resulta tan significativa. Esto funciona, posee candidez y es verosímil. Cambia el tono si enseguida aparecen sus hijos cuarentones a pelearse como Caín y Abel, para hacer el teatrillo maniqueo de las dos trincheras. Con el pobre maestro de escuela, patético hipocondriaco, poeta frustrado, indeseado por otros hombres y bueno, por pertenecer al bando de los buenos. Jorge Muriel desarrolla su papel con perfilada ambigüedad en los primeros embates; pero luego se deja desbordar sumándose al desparrame con un grosero desnudo incitador que demuestra hasta dónde se quiere exprimir a cada carácter. Mientras que Pilar Gómez, que es una actriz que siempre encuentra un equilibrio entre la ternura y la braveza, aquí empieza tan arriba con su vitriolismo que, si bien resulta graciosa, después cansa, puesto que, ya saben, ella es la racista sin ambages, porque pertenece al bando de los malos. Es tan evidente que no me la creo ni un ápice, por mucho que esté encabronada.

Al hogar llega, junto con él, un muchacho colombiano, Alejandro Rodríguez. Borja Maestre imposta su voz como puede, para hacer creíble su papel. Un hombre bondadoso que está dispuesto a cuidar de esa señora que parece perdida en el jardín, y a limpiar lo que haga falta, mientras esos dos diablos juegan con él. Nosotros creeremos que está ahí por pura necesidad económica; pero en este hombre de raíces españolas se esconde uno de los secretos que el respetable descubrirá al final. Un personaje que, como el resto, se descoyunta en el exceso. Primero porque se le «obliga» a confesar —sin venir a cuento— sus vicios del pasado (cuando era joven se propasó con una chica, la violó). Quizás una forma de remarcar la maldad intrínseca en los varones. Qué sé yo. Luego, será él quien nos explique, en uno de los epílogos, el árbol genealógico que se despliega en la función, para que todo el mundo se marche a casa sin dudas. Si a ello le sumamos su epifanía al encontrarse con la escultura de Federico sosteniendo una paloma en la plaza Santa Ana, pues tendremos a otro fiel de nuestro bendito. Había que meter a Lorca como fuera, para eso el título alude a la «Cancioncilla del primer deseo», que es de una sencillez soberana.

Y esto solamente es lo que compete al presente, porque si nos vamos a 1968, pues tenemos a Muriel, con su bigote, acogiéndose al estereotipo de franquista con puesto de segunda fila en el Régimen. Un hijo de puta sin remisión, que manifestará su podredumbre espiritual y su vesania de manera tajante (un suma y sigue de la bola de nieve). Padre de Camelia (la mujer que después dará a luz a esos mellizos que hemos conocido antes). Su esposa, una abducida, que nos deja a una Pilar Gómez brillante en sus matices, aunque verborreica en esas profusiones imperantes. Miren, se da en estos instantes una escena clave, donde Consuelo Trujillo se encarna en Margarita, trabaja de camarera en una celebración de alto copete donde están invitados los Torres (la pareja anterior) y donde su encuentro será devastador. A ella, perteneciente al bando republicano, le arrebataron los nacionales a una hija. Si la escena siguiente no fuera un regodeo de ese momento, uno podría participar en el entuerto. Pero no hay manera.

Que Andrew Bovell se ha metido en camisa de once varas está claro. No sé si se le puede perdonar el engrudo por ser extranjero y no estar ducho en las sutilezas; pero su entramado rocambolesco es bizantino y por ahí sí no se puede pasar. Habrá que responsabilizar del desaguisado también a Muriel, como versionista, y a Fuentes Reta como director, más si llevan «destilando» este montaje más de tres años (afirma). Imagínense si se tratara al espectador como a un ser inteligente y se le obviaran las explicaciones de las consanguinidades familiares, si no se recurriera otra vez tan tópicamente, a nuestro celebérrimo poeta, o si los personajes se guardaran algo para su intimidad y no fueran tan expeditivos. Imagínenlo; ya que aquí no ocurre esa depuración, esa «destilación».

Pasan los años y seguimos con Lorca, y con Lorca y con más Lorca, y ahora en el Matadero están con El público, y en el María Guerrero, Cristina Rojas incluye en su obra también unos fragmentos de esa misma obra imposible, y paro de contar porque Lorca está hasta en el escaparate de la FNAC de Preciados. Lorca es un tótem, un sacrificado, un santo, un suvenir y una estampita a la que rezar para que se lleve pronto el fascismo.

Afortunadamente, el elenco es muy solvente, y nos concede instantes de verdadero fulgor y entereza.

Canción del primer deseo

Autor: Andrew Bovell

Versión: Jorge Muriel

Dirección: Julián Fuentes Reta

Reparto: Consuelo Trujillo, Pilar Gómez / Olga Díaz, Borja Maestre y Jorge Muriel

Diseño de Iluminación: Ciru Cerdeiriña

Espacio sonoro: Iñaki rubio

Espacio escénico: Julián Fuentes Reta/Ciru Cerdeiriña

Ayudante de escenografía: Carlos Brayda

Asistencia de dirección: Angelina Mrakic

Vestuario: Berta Grasset

Fotografías: Javier Naval

Tráiler y contenido audiovisual: David González/2 VISUAL

Jefa de producción: Beatrice Binotti

Dirección de producción: Nadia Corral

Agradecimientos: Yolanda Mozota y Pau Arán Gimeno

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 14 de mayo de 2023

Calificación: ♦♦

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