Matate, amor

Los Teatros del Canal acogen la adaptación de la breve novela de la argentina Ariana Harwicz, protagonizada por Érica Rivas

Matate amor - Foto

Miren que la verborrea de los argentinos a nosotros, los españoles, nos parece proverbial, agotadora y asfixiante; pero, también, seductora, en cuanto que da la impresión de que se adentran en un torbellino que va a ser capaz de horadarnos hasta la médula. Y si una prosa de este calibre ha triunfado por aquellos lares ha sido la de Ariana Harwicz, quien se apodera del flujo de conciencia impuesto más por Virginia Woolf (que es nombrada, por su Mrs. Dalloway) que por el de Joyce. Aquí no hay juegos lingüísticos. Aquí hay tajos. Porque el cuchillo que sostiene desde el inicio, tan real como metafórico, es una inapelable relación de fondo y de forma. Por todo esto, no me encaja que Érica Rivas, quien compone corporalmente con donosura y con terrorífica presencia su papel, que su discurso descollante esté intercalado por tantas pausas. Parece que se apela a una claridad que la novela no contiene, ya que esta está sustentada en la confusión mental de su protagonista y por eso estamos en el interior de su cabeza, con esas voces que le vienen a la imaginación, tan abigarrada en las horas eternas de la soledad cotidiana. Qué hará el marido. O qué expresa un supuesto vecino que podría ser amante en sus fantasías (los capitulitos donde ese hombre aparece son aquí una voz en off. Quizás un poco redundante). Y si nuestra pobre joven sondea la locura, hemos de acompañarla con ese borbotón de frases cortas como: «Estoy rota y descosida».

El ritmo exigido por Marilú Marini resulta algo monótono, una vez nos acostumbramos al exabrupto o al gesto inconveniente de una mujer que se afirma extravagante. No parece que la velocidad del sufrimiento aumente hasta el punto del ingreso en el sanatorio. Espacio aquel que no se concreta demasiado y que casi se sortea. En este sentido, el montaje no ofrece lo que hubiera sido esperable y hasta lógico. El texto es, paradójicamente, claro a nuestros oídos (más allá de esos argentinismos que debemos comprender por el contexto); pero la novela, leída, posee ante todo una pulsión de arrastre capaz de llevarnos a una atmósfera vaporosa, casi onírica, donde la propia mujer nos hace desconfiar de su sinceridad.

Ciertamente, en los últimos tiempos, como no podía ser de otra manera en nuestra sociedad narcisista y quejosa, no han parado de publicitarse las sinceras revelaciones de madres que reconocen arrepentirse de haber tenido hijos. Ya que, oh, sorpresa, su vida ha cambiado y ya no tienen tiempo ni de hacerse las uñas en el nails chino de la esquina, ni de salir a sandunguear con las amiguis un juernes. El bebé llora, interrumpe el sueño, los días se hacen sonámbulos, la leche presiona en el pecho. El esposo está por ahí, quizás ya tiene una amante. Ella declara que no es buena en el sexo, aunque la teoría la domina. Se masturban por separado y ella siente que ya no tiene atractivo. Su existencia la ha situado en el disparadero, quiere matar y quiere matarse, degollar lo que sea. Atropellan a un ciervo. Su hombre no la besa con lengua. Podemos especular sobre ella casi lo que queramos, y podemos hacernos los terapeutas y aseverar que era propensa a la depresión postparto.

El clima es propio de la literatura gótica, el bosque umbroso, alejado del bucolismo que ahora se nos pretende vender, ese locus amoenus, esa oda a la vida retirada que la gran ciudad reclama. Pero el campo es hostil, puesto que en él no hay nada que hacer, cuando uno posee otra educación y tampoco se es una mujer dispuesta para las chapuzas infinitas con las que se debe proceder a diario, cuando no se da la posibilidad de llamar a operarios de esto y de aquello para que arreglen los desaguisados de la intemperie. Aunque la escenografía de Coca Oderigo es bastante sencilla con sus hojillas por el suelo y una silla hecha con un tronco (bien pudiera haberse convertido en un garrote vil), más la pantalla con imágenes seductoras. El peso de la función, desde luego, está en la actriz.

Matate, amor (en argentino, sin tilde) es una pieza que posee momentos graciosos por esa honrada elucubración sobre los miedos que se asientan en algunas madres («¿Por qué las mujeres preguntamos a nuestros maridos qué comiste? ¿Qué mierda queremos saber preguntando qué comiste, si cojieron [sic]? ¿Si son infelices con nosotras?»), cuando entienden que circunstancialmente les toca reducir su sex-appeal, y que deben paralizarse para dedicarse a amantar y a recuperarse físicamente, también para que las hormonas vuelvan a fluir como deben. Esta no es una obra estrictamente política (aunque esté de moda alegar que todo lo es); no obstante, además, se puede tomar como un hecho bastante habitual en esta sociedad, donde las tareas sociales (más o menos imperiosas o necesarias) exigen un sobreesfuerzo en las madres (en los padres, algo menos). La respuesta del ala conservadora la tenemos clara. La que no queda suficientemente expresada es la del ala progresista, donde suele vencer ese liberalismo de las superwoman que deben cuadrar el círculo como sea para no perder ningún tren. Después, cuando no se puede, porque es imposible, pues ya se sabe.

Matate, amor

Texto: Ariana Harwicz

Elenco: Érica Rivas

Dirección: Marilú Marini

Asistente de dirección: Mónica Acevedo

Responsable técnica: Leticia Sánchez

Administración: Sofia Morroni

Diseño de movimiento: Diana Szeinblum

Voz del amante: Rodolfo de Souza

Adaptación teatral: Ariana Harwicz, Érica Rivas y Marilú Marini

Diseño de luces: Iván Gierasinchuk

Vestuario: Mónica Toschi

Escenografía: Coca Oderigo

Diseño de sonido: Jesica Suárez

Diseño cartel: Juan Gatti

Diseño de maquillaje y peinado: Emmanuel Miño

Fotografía: Sebastián Freire

Prensa: Daniel Mejias

Producción: Érica Rivas, Marilú Marini y Carla Juliano

Asistente de producción: Mónica Acevedo

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 30 de abril de 2023

Calificación: ♦♦

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