Cristina Rojas desaprovecha la oportunidad brindada por el Centro Dramático Nacional para entregarnos otra obra más de autoficción y metateatro

Uno de los principales problemas de la dramaturgia contemporánea española es la falta de ideas y la incapacidad para salirse de las modas imperantes tanto en fondo como en forma. Se percibe convencionalismo a raudales y un conservadurismo artístico que me resulta agotador. Y estoy señalando no a esos que se atreven a la expresión más desenfada y arriesgada en las salas del circuito off con producciones tremendamente rácanas sabiendo que sus oportunidades para continuar adelante son casi ridículas; sino a los que tienen la oportunidad de ofrecer algo que verdaderamente merezca la pena, porque tienen la red institucional. Este es el caso de Cristina Rojas, que no es precisamente una principiante —ha cosechado éxito con La perra—. No se comprende que alguien que participa en el programa de Residencias Dramáticas del Centro Dramático Nacional recurra de la forma más pacata e incongruente a la autoficción y al metateatro, cuando todo el mundo está haciendo eso. Todo el primer acto consiste en contarnos que Alfredo Sanzol la ha llamado para decirle que va a estrenar en esa Sala de la Princesa, donde ahora estamos, nada más y nada menos que en el Teatro María Guerrero (la primera división). Agradecimiento por aquí, agradecimiento por allá. Ella, la dramaturga, actriz y directora, contándole a su pareja, Homero Rodríguez, también actor y dramaturgo (a quien está dedicada la obra). Ambos, como es fácil sospechar que ocurre en su vida real (nada nuevo bajo el sol), pues tienen que lidiar con sus trabajos, con el reparto del tiempo, con cuidar del perro y de los hijos. Costumbrismo del siglo XXI. Todo es tan anodino, que uno no se imagina cómo podría representarse esa obra fuera de esa coyuntura espacio-temporal (¿Cuántas veces se nombra al CDN?). El peloteo ya resulta patético.
Hasta que no llegamos al acto 2, no parece que la obra vaya a discurrir por nada interesante. Antes tenemos que tragarnos varias escenas absolutamente prescindibles, donde se supone que se representan esos (algunos) días especiales que han marcado su vida, a saber, por ejemplo: un encuentro amoroso de ella cuando era adolescente (María Mota se desenvuelve con candor exquisito) y estaba con su novio de entonces (nada especial). Manuel Egozkue resuelve con templanza. O su trauma en colegio y la monjita le recuerda que no tiene padre el día que preparan el susodicho regalito para san José.
Hasta que no aparece La premio nacional no se mueve el asunto. Debemos pensar que se refiere a la novelista Cristina Morales, autora de Lectura fácil, con la que ganó el referido Premio y que tuvo su adaptación teatral hace unos meses en el Teatro Valle-Inclán. Ana Barcia —que también es bailarina, como Morales, y también lleva el pelo rapado por los laterales— le da un caricaturesco aire macarra, le mete unas ínfulas tremendas a sus posiciones políticas y artísticas; aunque lo que observamos suena a cuentecillo inverosímil, a fabulación particular de nuestra protagonista buscando ayuda como sea para salir de su entuerto ante el bloqueo que siente. No obstante, seguimos con escenas o costumbristas o explicativas con la propia Rojas hablándole al público para que no se pierda. Lo único que me provoca interés es el enfrentamiento con esa chulesca «negra» que ha contratado para que realice su libreto. El tema de la autoría, del honor, de la vergüenza, se reflejan; pero el meollo de la función no va de eso y, por lo tanto, no deja de ser un elemento importante, aunque accesorio. Lo que sucede es que, al final es como un esperpento sobre el estilo de la novelista (y que solo comprenderán los pocos espectadores que la conozcan), es algo así como lo que hacía José Mota cuando recreaba argumentos al estilo de Almodóvar. Un exceso, claro, pero que nos concede a la vez una sátira de ciertos modos literarios (también teatrales) dados a lo hiperbólico, cuando nuestra dramaturga va por el lado contrario. Ese combate dialéctico es el que resulta más persuasivo.
Y cuando se quiere arreglar la simpleza del espectáculo se meten a borbotón los exabruptos pertinentes en un desenlace (triple) que no se ha preparado convenientemente con anterioridad como para que tenga un desarrollo aceptable, y ya solo le vale la autoironía, donde están todas las certezas inapelables («…la cosa es que se hace evidente que ella, el personaje, eres tú, y es metateatro… Porque es metateatro… Y autoficción…». Para reconocer, más adelante: «Este tercer acto se desmorona. Una exageración de temas, subtramas…». Pues eso). Poco antes, en la «Parte del padre», por ejemplo, con Pablo Chaves trajeado viniendo del más allá, y ofreciendo gran amabilidad y templanza, va a llevar la pieza por la vía más emotiva; pero que da inicio una mezcolanza sin coherencia. Como esa otra escena donde una mujer, que interpreta Raquel Mirón, le esputa a un antiguo ex, que lo sigue deseando. Son rellenos de una obra que circula por el fondo; aunque no dejan de ser retazos de escritura que no aportan nada a ningún personaje, más allá de a la propia autora. No obstante, aún falta la coda lorquiana, puesto que nuestro san Lorca no puede faltar (a esto me refería cuando criticaba algo similar hace poco en Canción del primer deseo, de Bovell). La ñoñería de interpretar a la Julieta de El público para que el padre lo vea. Qué curioso que se recurra a esa obra, donde nuestro insigne poeta grita a más no poder que anhela un «teatro bajo la arena», es decir, un teatro que exigiera de los espectadores un compromiso crítico. Entonces, ¿qué lección, paradójicamente, es la que no se ha aprendido?
Creo que los dramaturgos y las dramaturgas tienen una responsabilidad con el arte y este requiere indagación e incerteza. Ellos deben contribuir a que el teatro no decaiga más. Deben, si acaso, morir con las botas puestas, no a intentar sobrevivir con la mediocridad y con su pequeño grupo de amigos, esa cla tan aviesa e hipócrita, que está en la misma tesitura que ellos. Siento concluir que con este tipo de teatro simplemente se da vueltas en círculos para que los aspirantes a farándula de primera división se aplaudan unos a otros. O sea, seguir con el «teatro al aire libre».
Texto y dirección: Cristina Rojas
Reparto: Ana Barcia, Pablo Chaves, Manuel Egozkue, Raquel Mirón, María Mota, Homero Rodríguez y Cristina Rojas
Escenografía: Elisa Sanz
Iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Julia Francioni
Espacio sonoro: Area Martínez
Vídeo: Javier Burgos
Coreógrafa: Ana Barcia
Asesoría de dirección artística: Raquel Mirón
Ayudante de dirección: Victoria Lahera
Prácticas de dramaturgia y dirección: Miriam José Marín (ESAD – Murcia)
Prácticas de interpretación: Francisco Cerón (ESAD – Murcia)
Músicas de: Maria Arnal, Led Zeppelin, Kings of Convenience, Enrique Morente, Pink Floyd, Demian Rice, José González…
Fotografía y vídeo: Bárbara Sánchez Palomero
Diseño de cartel: Equipo SOPA
Distribución tenemos gato: Susana Rubio (Nuevos Planes Distribución)
Coproducción: Centro Dramático Nacional y tenemos gato
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 28 de mayo de 2023
Calificación: ♦
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