Johnny Chico

El Teatro Infanta Isabel acoge este éxito protagonizado por Víctor Palmero, quien se encarna en un muchacho en el descubrimiento de su identidad sexual

Johnny Chico - FotoTodo es demasiado fulgurante. Se nos lleva y se nos arrastra como si estuviéramos en un torbellino, como ese estilo tan punk y espídico del primer Trainspotting (aquí nos faltaría una música acorde). El texto de Stephen House, Go by Night, que fue escrito a mediados de los noventa, es llevado por Víctor Palmero con una mezcla de ingenuidad adolescente, con lenguaje directísimo y soez, grosero y hasta pornográfico, más una superficialidad algo estereotípica sobre la ambigüedad cabaretera de los travestis. Debemos ser conscientes de que, en cierta manera, han cambiado muchas cosas de aquella época. Percibimos que nuestros omnipresentes móviles no aparecen y que toda esa terminología que ahora nos apabulla sobre lo trans aquí se recluye en la idea de transformismo y en las categorías sexuales más sólidas; cuando no existía el mercado presente de los no binarismos, de las fluideces y las egolatrías animistas. Por lo tanto, las relaciones políticas y morales que se pretenden vincular con nuestra sociedad, forman parte de discursos más extrateatrales; puesto que la obra resulta más aséptica. Es decir, nuestro antihéroe no es un activista, como es lógico. Este hecho, es importante; porque parece que nos hemos olvidado de que se puede ser significativo y trascendente sin lanzar la proclama.

En cualquier caso, el falso monólogo (como veremos, el intérprete se encarga de un buen ramillete de papeles) nos sitúa en alguna ciudad de provincias o en alguna barriada o en algún pueblo. No podemos pensar tanto en Juguetes rotos —se nos queda algo lejos—, como sí en Para acabar con Eddy Belleguele, que puede resultarnos útil como referencia temática y cercana. Un contexto de clase baja, de alcoholismo, de la muerte de su madre, de violencia familiar y violencia entre los colegas. Johnny es un chaval que pretende hacerse el duro y que vive como un parásito con su colega Gato, un tío mayor que él, que le marca el rumbo hacia las «cacerías» contra «maricas» en parques donde presumimos que se practica el cruising. El problema es que cada personaje es descrito con apenas unas simples pinceladas, que cada gesto, cada acción produce reacciones y cambios de comportamiento que llegan casi de improviso. Nuestro protagonista pasa de ser un muchacho heterosexual que demuestra su bravura sexual con una chica (cualquiera), a plantearse que le gustan los hombres, aunque en un sentido bastante utilitario (ganar pasta fácil como chapero), a introducirse en el mundo de la actuación como travesti. A todas luces demasiado como para asumir la importancia de cada etapa.

En cualquier caso, Palmero, salvo en el rap, que me ha parecido muy rácano y tópico musicalmente hablando, reconcentra toda la panoplia de emociones y estados de ánimo en una interpretación tierna por momentos y descarnada por otros. Transmite mucha inocencia en ese dinamismo de arrastre, de fulgor imparable, de nocturnidad desequilibrante. Puesto que desde que llega a la ciudad, a Madrid, al barrio de Chueca, según se hace encajar con cierta rareza en esta versión, los clubs de ambiente recargan la sordidez de sus relaciones impetuosas, repletas de peligrosidad. El sida o cualquier otra enfermedad de transmisión sexual ronda por una conciencia desnortada. Es más, la heroína llega a su vida de la manera más corriente, como también pasa con las perfomances. De hecho, los mejores instantes del montaje aparecen cuando se transforma delante de nosotros, cuando va convirtiéndose en la cantante desenfadada y provocadora y, después regresa a su ser, a su Johnny en plena caída a los infiernos.

Una vez soportado este ritmo, hay que reconocer que Eduard Costa ha hecho un trabajo estupendo en el ajuste de cada uno de los cuadros y escenas. Igualmente ha aprovechado el espacio escénico de Luis Crespo, lo suficientemente versátil, con el uso de pocos elementos y el buen encaje del vídeomapping para trasladarnos la atmósfera urbana. Otro asunto es la iluminación que, al menos en el Teatro Infanta Isabel, se ha implementado; porque la oscuridad resulta excesiva en algunos trances.

Al final, Johnny Chico es una función que puede parecer algo dura para ciertos espectadores, puesto que emplea un lenguaje claro, pero también vulgar en demasía. Pero, por otro lado, el hecho de que se imprima esa cadencia tan acelerada y te vaya llevando sin dejarte sin aliento, nos atrapa hasta alcanzar un desenlace angustioso. Sí que es cierto que no podemos reconocer momentos más íntimos del protagonista, que no tenemos tiempo de comprender cómo el azar o las distintas decisiones algo inmaduras o su impertinente soledad lo destinan a derroteros más que cuestionables. Es una vida marginal, que nos golpea fuerte; ya que observamos a un joven buscando desesperadamente una compañía fiable, un amor, en definitiva, alguien que le haga caso y lo cuide. Si se corre tanto, es porque la huida nos debe parecer tremebunda.

Johnny Chico

Autor: Stephen House

Dirección: Eduard Costa

Reparto: Víctor Palmero

Iluminación: Mundi Gómez

Espacio escénico: Luis Crespo

Espacio sonoro: Juanjo Ballester

Diseño gráfico: María la Cartelera

Mapping: Elektrik Five & Lluerna producciones & Carlos Montfort

Vestuario: Eli Perucha

Fotografía: Romero de Luque

Producción ejecutiva: Coque Serrano

Teatro Infanta Isabel (Madrid)

Hasta el 3 de julio de 2022

Calificación: ♦♦♦

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