Imanol Arias protagoniza una adaptación correcta sobre la célebre tragedia de Arthur Miller en el Teatro Infanta Isabel
Seguir interpretando el más célebre de los dramas de Arthur Miller como una crítica al capitalismo o una manifestación decadente del sueño americano, me parece hilar poco fino y quedarse en el estereotipo. Willy Loman se ha convertido en un símbolo de la impotencia, de ese impulso voluntarista que lo pone frente al volante en el autoengaño de una existencia que nunca llega a ser la que él había imaginado o, si le quitamos responsabilidad, le habían hecho imaginar. Ahora vuelve a estar sobre el tapete la cuestión de la meritocracia a consecuencia del exitoso libro de Michael Sandel; pero nosotros no observamos exactamente un despliegue de méritos en nuestro protagonista; sino una manera de trabajar que se autoafirma en la cantidad, en todas esas horas que se deben echar para obtener unas ganancias aceptables; y en ínfulas tipo: «Un hombre que no sabe usar las herramientas no es un hombre». Muerte de un viajante es, con todas las de la ley, un clásico contemporáneo. Recuerdo la dirección de Mario Gas de esta obra en 2009 en el Teatro Español y debo reconocer que, para criticar la adaptación de Natalio Grueso, uno debe situarse desde otra perspectiva. Porque el planteamiento que se ofrece en el Teatro Infanta Isabel supone un recorte importante sobre el original, que deja muy justo lo esencial. Si debiera durar bastante más de dos horas, aquí no las alcanza. Desaparecen personajes secundarios; pero que efectúan contrapuntos sobre el protagonista que nos sirven para comprender su hondura. Se recortan insinuaciones (intentos de suicidio) o se les resta complejidad a algunas escenas —véase la cena de los hijos con el padre—. Por otra parte, esos falsos flashback (realmente son rememoraciones recreadas en la mente atormentada o imaginativa o ingenua de Loman) acontecen de manera confusa, principalmente puesto que desde la producción no se ha hecho una apuesta más grandiosa (comprensible para el sector privado). La iluminación de Felipe Ramos resulta excesiva y sin contraste suficiente como para contribuir a las transiciones de forma más eficiente. La escenografía de Jorge Hugo Ferrari se queda a medias; pues no aprovecha del todo la pantalla sobre la que se proyectan ciertas imágenes. Tampoco el vestuario, de quien este último es responsable, contiene un detallismo más cuidado (los hermanos, por ejemplo, visten prácticamente igual en varias ocasiones, y no creo que sea una cuestión simbólica). A pesar de todo ello, Rubén Szuchmacher logra una función correcta con su dirección, destinada a un público que no requiere observar la totalidad del mundo que presenta Miller, es decir, que le vale para hacerse una idea. En este sentido, seguro que se la hace. Para ello, Imanol Arias, quien ya pasó por este mismo escenario con El coronel no tiene quien le escriba, se echa el montaje a la espalda para realizar un juego de espejos con su ya segunda piel, Antonio Alcántara. Porque Alcántara tiene mucho de Loman; no obstante, Arias, afortunadamente, ha creado un carácter nuevo y se ha desprendido de muchos de los tics propios del personaje televisivo. Pero claro, uno y otro, poseen ese fanfarronismo del trabajador que ha avanzado un ápice desde muy abajo. Alcántara avanzó mucho más; aunque tenía una forma de soberbia insoportable y unas exigencias a sus hijos propias de una engreído que se cree dueño de la verdad absoluta. El actor bandea a su viajante desde el entusiasmo de alguien embebido por los castillos en el aire que lo autoengañan, hasta la más absoluta desesperación de un Quijote que ha recuperado la cordura y que, desde el cansancio, asume el fracaso. Aquí el fracaso implica una hecatombe; pues para alguien que afirma buscar denodadamente el triunfo en los negocios, en la vida, no lograrlo exige cortar por lo sano. Hallamos gestos de auténtica contrición en un intérprete que recrea la decrepitud de su personaje con gran deleite. El resto de papeles brota para situarse en la órbita de Willy. Primeramente, su mujer, una Cristina de Inza comedida, que debe adoptar una posición de acibarado equilibrio entre su marido y sus desnortados vástagos. Va ganando enteros según avanza la función Jon Arias, en el rol de Biff, el mayor, un tipo que no ha sabido aprovechar sus oportunidades y que no ha parado de encadenar trabajos desesperantes de mala manera (no han faltado los robos, casi como actos de incapacidad alienante). Por su parte, Carlos Serrano-Clark se queda con un Happy anclado en los dejes adolescentes, un chaval más pendiente de fardar de sus conquistas femeninas —anotemos que en esta versión las palabras malsonantes se ajustan más a nuestros parámetros que a los que reflejó Arthur Miller («ostras» por «hostias»). No es adecuado— y que está ajeno al comecome de su padre. Se suman a la estela que ahorma nuestro Loman, un Jorge Basanta medido en su credibilidad como, sobre todo, Charlie, ese tipo de individuo que encarna la sensatez y la prudencia. El padre de Ben. Este es encarnado por Fran Calvo, en una desfiguración del papel, una especie de nerd, que se escora hacia la caricatura. Luego, el intérprete configura con gran compostura el espectro de Bernard, el hermano de Willy: el ejemplo a seguir, el aventurero que representa el espíritu de los grandes pioneros americanos, del riesgo, de la autorrealización a través del buen hacer. Elucubremos sobre un señor oscuro de negocios; aunque parece que nadie sabría decir quién es. Finalmente, Virginia Flores se queda con una estereotipadísima amante en esas noches de hotel, cuando nuestro protagonista está fuera de casa, y que propiciará un desencuentro con su hijo mayor. Al final, uno debe quedarse con la sensación de que el objetivo está cumplido y que se ha configurado una propuesta idónea para que Imanol Arias perfile el rictus del hombre que agoniza en su intento por hacerse a sí mismo en un mundo que no entiende.
Autoría: Arthur Miller
Versión y adaptación: Natalio Grueso
Dirección: Rubén Szuchmacher
Interpretación: Carlos Serrano- Clark, Cristina de Inza, Fran Calvo, Imanol Arias, Jon Arias, Jorge Basanta y Virginia Flores
Diseño de escena y vestuario: Jorge Hugo Ferrari
Diseño de iluminación: Felipe Ramos
Diseño sonoro: Barbara Togander
Compañía: Okapi Producciones
Teatro Infanta Isabel (Madrid)
Hasta el 20 de marzo de 2022
Calificación: ♦♦♦
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