La compañía Grumelot, con el lenguaje del teatro contemporáneo, traza un montaje sobre el sentido de la vida

Cachivache postdramático de Pablo Gisbert. Panoplia de elementos en juego y la concreción de un concepto de importancia para su desarrollo. El carpe diem. Recurrir al memento mori (recuerda que vas a morir o recuerda morir) para cuestionar el atiborre de las cosas vanas que sustentan nuestra existencia endeble. Vanidad en el consumismo, y en ahogarse en un vaso de agua, y en la finura de esas epidermis de los niños hiperprotegidos. El espectáculo pandea entre las atribuciones complejas que remiten a la filosofía y a la religión, y las chorradas posmodernas que suelen llenar estos montajes para laminar la trascendencia, el posible aburrimiento y para epatar como creador de vanguardia. Los muchachos se quieren divertir y uno aguanta mientras el discurso no redunde en la banalidad. Lo cierto es que se pueden sacar conclusiones importantes y útiles para nuestro actual y absurdo modo de vida. Los espectadores nos colocamos en el escenario mirando a la grada, donde aguardan, sentados en sus butacas, los nueve intervinientes, quienes, a su vez, están viendo una película (nosotros también vemos una pantalla donde se nos lanzarán mensajes y en la que veremos imágenes de algunos exitosos films como Parque Jurásico). La propuesta funciona con historias aisladas que se narran al micrófono y las performances colectivas que pretenden aunarlas. Ante todo, la ironía trabaja a rendimiento constante para quitarle hierro al asunto. Y eso supone, una gran paradoja, ya que rebaja su propia proclama. Puesto que no es una ironía crítica, sino una disertación levemente humorística con tintes infantiles. El personaje 10 ―narrado por Mon Ceballos― es el primero en «aparecer» ―en realidad, solo está su chaqueta en la butaca―; el estereotipo del solitario, del beatnik, huérfano de madre, rememora su viaje a San Francisco. Uno de los problemas que se detectan prácticamente desde el inicio es la dilación que se establece en la bajada de los actores y, además, el poco ritmo que se toma en las interpretaciones ―muy frías en los primeros compases de cada intervención―. Se echa en falta una pulsión más macarra todavía, más juvenil, que aumentara la vibración escénica y que, a su vez, redujera la duración de la función. Parece que no terminan de rematar, cuando ya el pescado estaba vendido. Enseguida baja Itxaso Larrinaga a contar sus penas sobre sus devaneos amorosos y Iara Solano le responde con un relato atroz sobre el holocausto nazi. Recordemos que todos han asistido a la proyección de Guillermo Tell (1934), de Heinz Paul. Un rebelde para insuflar ánimo a todos aquellos que hayan perdido la emoción de vivir. Cuando les llega el turno a Carlota Gaviño (directora, junto a Íñigo Rodríguez-Claro) y Ainoa Fernández, asistimos a uno de esos momentos que, vuelta la paradoja, tanto nos dicen de la sociedad en la que vivimos. Debe contarse, pues es muy significativo. Ante la enumeración de los «cromos» que cada uno tiene (se refiere a conflictos, vergüenzas, daños, etc., que todo el mundo detecta en su familia), bajo la prescripción en la pantalla, los espectadores (voluntariamente), van poniéndose de pie si les toca en gracia el cromito. Por ejemplo: «En todas las familias hay un abuso sexual» (cinco individuos arriba) o «En todas las familias hay alguien que despilfarra el dinero en putas» (seis individuos autoinculpándose). Cualquier instante es bueno para acudir a una misa a realizar el acto de contrición público. Y es que el texto tiene mucho de religioso; aunque se flirtee con su aniquilación. Nietzsche y el nihilismo como concepto fundador. Quemar la historia, matar a Dios, asentarse en la noción de nada, descubrir que no estamos aquí para cumplir ninguna misión, que no hay dios que se crea lo del más allá. Construirse la existencia a través del amor o del poder. Buscar el cariño de los demás o disfrutar con su dominio. Resulta persuasiva la teoría que elaboran sobre la infancia de cada individuo. Contiene dos premisas que desencadenan dos modos de vida: «Los que hemos pasado una infancia maravillosa nos pasamos el resto de nuestra vida necesitando volver a ser amados» y «los que durante su infancia los han pasado mal… solo tienen un deseo imperioso: El deseo de crecer cuanto antes y empezar a dominar todo lo que no han dominado hasta el momento». Colofón de Rebeca Matellán ―expresado con pujanza― que, de alguna manera, resume el constructo fundamental de este mogollón. Si uno presta atención y no se deja despistar (como en la existencia misma) por los fuegos artificiales y el chorradismo, puede llegar a certeras soluciones. Completado ello con diálogos desencantados entre Mariano Estudillo, quien establece un plano metateatral al insinuarse como escritor del artefacto que estamos viendo; y Carlos Pulpón, quien no parece comprenderlo (luego este tendrá más protagonismo performativo). La violencia por la violencia al estilo de La naranja mecánica: «El día que matemos a un hombre quedaremos por la tarde para merendar todo lo que merendábamos en el colegio». Escuchamos en la voz de Juan Ceacero. Y entre las capas habituales del postdrama, las pinceladitas lúdicas para disuasión del respetable: preparar unas palomitas en un microondas (luego esperar a que se quema la bolsa), meter un huevo en el susodicho electrodoméstico, intentar derribar unos muñequitos tirando papeles con una goma, pasárselo pipa con unas pistolas de agua, escenificar las catorce estaciones del vía crucis con escorzos irreverentes y lúbricos, etc. Y, por supuesto, no falta la música y la combinación debe ser ―suele ser así en estos espectáculos― estrafalaria: Obertura del Guillermo Tell de Rossini o «Fuego», de Bomba Estéreo. Un cine arde y diez personas arden se suma a esa lista ya ingente de proyectos-pastiche como videoclips elaborados en directo, cargados de pretensiones en sus narraciones. Esta vez encontramos un poso fértil y un espectáculo que podría tener más ritmo y aumentar sus revoluciones en el ensamblaje de las escenas; pero que, a la postre, incide en temas que nos competen y que es recurrente que aparezcan en el teatro contemporáneo. Por lo tanto, el diálogo se mantiene vivo y eso hace que merezca la pena.
Un cine arde y diez personas arden
Autor: Pablo Gisbert
Versión y dirección: Carlota Gaviño e Íñigo Rodríguez-Claro
Reparto: Juan Ceacero, Mariano Estudillo, Carlota Gaviño, Mon Ceballos, Itxaso Larrinaga, Rebeca Matellán, Carlos Pulpón, Iara Solano y Ainoa Fernández
Diseño de iluminación: La Compañía de la Luz
Coreografía: José Juan Rodríguez
Ayudante de dirección: Javier L. Patiño
Director de producción: XperTeatro
Producción: Grumelot
Centro Conde Duque (Madrid)
Hasta el 9 de junio de 2019
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Un cine arde y diez personas arden”