La dramaturga rumana Gianina Cărbunariu lanza una reflexión sobre los desafueros del mundo laboral de nuestro presente a través de semblanzas ejemplares

Las expectativas con esta nueva obra de Gianina Cărbunariu eran altas, después de que nos deparara un gran aldabonazo con aquella función que presentó hace dos años en este mismo espacio del Teatro Valle-Inclán, titulada De vânzare / For sale. Pero lo cierto es que Elogio de la pereza adopta un tono que rápidamente se nos torna anticuado, guiñolesco y con un discurso poco clarificador en sus objetivos. El planteamiento nos dispone un Museo del trabajo y de la explotación, que se está creando en el futuro; cuando la jornada laboral dure tres horas. La idea de qué hacer con tanto tiempo de ocio ―parecería la Edad Media―, no se desarrolla y, desde luego, nos quedamos con las ganas de comprobar las cuitas existenciales. Lo que sigue es una visita guiada por las salas del susodicho museo. Un recorrido expuesto con ese acento suave de sátira, de incisión estereotípica, de cuentecillo moral carente de la crítica mordaz (además de la autocrítica sobre nuestra responsabilidad política y ética) que uno espera de una obra de teatro inteligente. Los referentes parecen evidentes, el más claro ―como así se nos hace saber en la primera etapa― es Paul Lafargue (el yerno de Karl Marx), que con su libelo El derecho a la pereza, se ha ganado toda nuestra admiración. Por eso, el apólogo inicial nos presenta un pueblo con abnegados obreros al que llega un visitante extraño que les hace el feo de no querer trabajar y, encima, mostrarse tan pancho. Esta peripecia inaugural propende en la cadencia descuidada y naíf que se había impuesto, con esa manera de narrar tan prosaica y ese vestuario digno de los ochenta de la movida madrileña (parecían los electroduendes). Aunque también resultaría lógico traer aquí a colación a Bob Black (Detroit, 1951), el responsable de La abolición del trabajo, donde podemos leer: «El trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función del trabajo. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar». De ese atisbo de rebelión, de ese hálito del pionero, vamos tímidamente a llegar a la empleada que, tras una iluminación, desea parar y encontrar la vida plena, satisfactoria y hasta feliz. Escena valiosa estéticamente, en cuanto que, si antes el vestuario me había parecido un horror (pijamas y pelucas de colores de no sé qué futuro), la misma diseñadora, Dorothee Curio, despliega una escenografía imponente, en la que un espejo gigante nos muestra una caterva de paracaidistas henchidos de coaching que, como sirenas contemporáneas, seducen a la rebelde (una Laura Santos muy precisa en su interpretación, atinando en ese momento de clarividencia). Hasta llegar a ese punto, hemos atravesado por relatos que nos resultan del todo habituales en la prensa. Tan actuales como la referencia a ese desdichado padre que, producto del estrés, olvidó a su hija en el coche, con el fatídico desenlace que tanto nos conmocionó. O a esos jubilados que no saben qué hacer desde que se levantan hasta que se acuestan. O, por supuesto, el nuevo esclavo montado en bicicleta, el rider repartidor, que, encima, se cree inmerso en una especie de competición consigo mismo por lograr la eficiencia récord (el pedaleo suministra endorfinas que no veas y no se piensa con raciocinio suficiente). Son escenas demasiado acotadas, guiños evidenciadores del mercado laboral, sketches que se encierran en su propia motivación y que no pueden evitar explicar más de lo debido e incidir didácticamente en los desafueros del sistema. Pero falta contrarréplica a raudales. Ampliar la mirada para desentrañar este caos infecto y engañoso en el que vivimos y que, paradojas de la historia, puede terminar radicalmente en breve; aunque con consecuencias imprevisibles. Debo hacer notar que los siete actores que configuran el elenco mejoran bastante después del anquilosado prólogo, y que cada uno se gana sus buenos momentos de protagonismo, ya sea porque se ponen al frente de alguna escena o porque sus frases conllevan algún mensaje valioso ―sí, el texto contiene sentencias brillantes e irónicas sobre nuestra imbecilidad―. Quien comanda el asunto como un juglar vivaracho es Enrique Cervantes, que cuando deja esas ridículas preguntas al público, demuestra que domina la situación y que se sabe situar en la figura de líder. El proyecto apuntaba maneras y daba la impresión de que se acogería a derroteros más complejos y de enjundia proporcional a la época en la que existimos. Era y es necesario que el teatro desvele la insania del empleo actual, aquel revestido de la estética fascinante del quiero y no puedo, de la pobreza cool, de la pijada cochambrosa, del si quieres puedes, del cumple tus sueños y muérete de asco. Del olvidarse de vivir, al menos, como la generación de tus padres.
Texto y dirección: Gianina Cărbunariu
Reparto: Enrique Cervantes, Ksenia Guinea, Jorge Machín, Vicente Navarro, Elena Olivieri, Laura Santos y Diana Talavera
Escenografía y vestuario: Dorothee Curio
Iluminación: Ion Anibal
Música: Mariano Marín
Movimiento: Amaya Galeote
Traducción e interpretación: Ioana Anghel
Ayudante de dirección: Juanma Romero
Fotografía: marcosGpunto
Diseño de cartel: Javier Jaén
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 16 de diciembre de 2018
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Elogio de la pereza”