Una terapia integral

Cristina Clemente y Marc Angelet están logrando con sus comedias un análisis en absoluto naíf de nuestras más afamadas incongruencias. Una terapia integral sitúa al coach-panadero como nuevo sacerdote de almas descarriadas

Una terapia integral - Foto de David Ruano
Foto de David Ruano

Algo que me satisface mucho de las dos obras que he podido ver de Cristina Clemente y Marc Angelet es que son «productos» teatrales de gran valía dentro del circuito comercial, que compiten con mucha inteligencia con montajes de pretendida enjundia que brotan directamente bajo el aura culta de algunos teatros públicos.

Una terapia integral es menos descacharrante que Laponia, su anterior propuesta; pero, a cambio, es más estilosa —desde luego, toda la escenografía de José Novoa, con ese obrador tan detallado, ayuda a captar totalmente nuestra atención—. Es, también, más aviesa sicológicamente y más insidiosa con aquellas estupidizaciones con las que aquellos aspirantes a clase media burguesa han caído, a pesar de su supuesta cultura.

Claro que, tampoco nos pasemos; pues estamos dentro de la comedia moralmente aceptable. Crítica, pero respetuosa incluso con los panaderos, y no tanto con los gurúes modernos; aunque estos, que no van al teatro, porque están en el regodeo de la iluminación eterna, no pueden ofenderse ante nada. Es decir, se dan las exageraciones pertinentes y se fuerza, en ocasiones, una risa a través de un payasismo algo irritante. Sigue leyendo

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Jubileo

El Teatro Fígaro vuelve a abrir sus puertas después de su reciente reforma para acoger la obra del juez Pedro González-Trevijano. Un diálogo respetuoso entre Adonay y Belial en pleno camino a Santiago de Compostela

Jubileo - FotoSerá inevitable intuir una moral particular en el trasfondo de este montaje, si viene firmado por un jurista, nuestro actual presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano. Plantea, en esta su primera obra teatral, un diálogo entre Adonay (Dios) y Belial (el Diablo), quienes se hacen compañía en el Camino de Santiago, durante el jubileo de 2020, o sea, en plena pandemia. Asunto tan imaginativo nos llevaría a inducir una disputa mucho más maniquea que la que se presenta. Aunque, según vamos avanzando en su devenir por la ciudad gallega, comprendemos —y este sería, a la postre, el auténtico fundamento y significado de esta propuesta— que ambos polos se necesitan. Sigue leyendo

Parque Lezama

Luis Brandoni y Eduardo Blanco se sientan a discutir en un banco para dirimir sus antagónicas posturas de la vida

La vejez y la soledad se dan cita en el banco de un parque a través de dos ancianos que se complementan en la permanente discusión de sus diferencias irreconciliables. Es decir, una reedición del famoso choque y, a la postre, entrañable, que protagonizaron Jack Lemmon y Walter Matthau (este último aparecía en la adaptación cinematografía de esta obra de Herb Gardner, es decir, I’m Not Rappaport, o sea, Dos viejos chiflados) en varias películas. Aquí tenemos a Luis Brandoni, en el papel de León Schwart, un viejo comunista, fantasioso por convicción y mentiroso por supervivencia (síndrome de Walter Mitty). Se muestra pertinaz en sus narraciones, y su impulsividad lo lleva a denostar sus achaques para evidenciar una valentía osada. A la contra, Eduardo Blanco, es Antonio Cardoso, un conserje de finca, especializado en el mantenimiento de la caldera. Este manifiesta en seguida su irritación a flor de piel por los bulos de su compadre. Entre la envidia y su debilidad corporal, y la asunción de la decrepitud y del miedo al despido, resulta un personaje, inicialmente, furioso. Ambos actores manejan un estilo creíble y acompasado; aunque a Blanco le toca impostar más la vejez y, al principio, chirría un poco. Desde luego, el tono general es de comedia; no obstante, por debajo, el trago es acibarado. Sigue leyendo

Autobiografía de un yogui

Rafael Álvarez, El Brujo, nos lleva a extraer las enseñanzas de Yogananda, el introductor en Occidente del kriya yoga

Muy difícil resulta criticar un espectáculo de El Brujo sin caer en las consabidas características de ese estilo que ha pergeñado de forma genuina; pero, en esta ocasión, creo que no ha encontrado el equilibrio que sí se percibía en sus obras anteriores. Primeramente, porque se extiende demasiado, sin que haya motivo para ello. Es cierto que la exitosa Autobiografía posee un número de páginas considerable; aunque no hay más que observar cómo nuestro intérprete se demora con algunas de las anécdotas. Él mismo comenta que llegaremos hasta las dos horas y cuarto. Pienso que existen demasiadas redundancias sobre aspectos metafísicos a los que se pretende otorgar cierta consistencia que se quedan flotando en la nada. Además de esa reiterativa unión entre los dichos retóricos de algunos científicos (por ejemplo, Einstein) y las especulaciones de estos «ungidos» como si alguno de ambos ofreciera una aproximación certera. Pura poesía. Uno puede entender que estos yoguis hayan tenido tanta repercusión en Occidente; y eso sin que hayan conseguido conversiones masivas al budismo o al hinduismo. Para aquellos que desconfían de los iluminados que se teletransportan galácticamente o que tienen sueños premonitorios que se cumplen fehacientemente, la vida de Yogananda (de la que también se da cuenta en el documental de 2014, Awake) puede ser una excusa para comprender un hecho sociológico de primera magnitud. Ya que nuestro yogui viajó a Estados Unidos en 1920, donde llegó a ser aclamado en conferencias multitudinarias como la del Carnegie Hall. Sigue leyendo

La soga

El famoso film de Hitchcock se traslada a las tablas del Teatro Fígaro, de Madrid, en pos del crimen perfecto

La soga imagenLa película que todos recordamos de Alfred Hitchcock siempre redundó con su propuesta  entre magnificarla por las habilidades técnicas (el maestro hizo todo lo que pudo para que diera  la sensación de que estaba rodada en tiempo real, aunque materialmente fuera imposible en  aquella época) o, por el contrario, infravalorar el discurso macabro y eugenésico que se disponía  a esbozar. Está claro que la obra de teatro debe ser otra cosa. Aquí no existe esa doble  subjetividad del punto de vista (Hitchcock nos arrastraba constantemente con la sucesión de  planos-secuencia, mientras nosotros intentábamos poner nuestra inteligencia a la hora de  descubrir otros resortes en la imagen), aquí se pierde el movimiento de cámara y eso provoca  estatismo en una cena que está destinada al fracaso por incompatibilidad de caracteres; si,  además, le quitas el personaje de la señora Kentley (y algún actor más), entonces, debes acelerar  el ritmo para que no se amalgamen los silencios. Y esto ocurre en el trabajo que nos presenta  Nina Reglero. Se echa de menos algo más de movimiento entre los invitados a la cena, más chispa, cierta alegría a pesar de la tensión que se va respirando. Sigue leyendo