El patio

Teatro Corsario se enfrasca en una tragicomedia que nos sitúa ante unos individuos en proceso de deshumanización

Hace un par de años pudimos contemplar de qué modo Spiro Scimone (autor italiano nacido en 1964) ausculta la realidad con La fiesta, un texto escrito en 1999. Su siguiente obra fue, precisamente, esta que acometen los de Teatro Corsario, El patio (El cortile), de 2003. En gran medida, si no se puede establecer una continuidad argumental, pues son historias bien distintas, sí que se puede reconocer una estética y, sobre todo, una ética, caracterizada por la melancolía y por un nihilismo que apenas deja una brizna para la esperanza (¿esperar, qué?). La impresión que me llevo me remite de nuevo a la primera, parecen ―también por su brevedad―, piezas de un todo, de una mirada sobre el mundo contemporáneo, una aproximación a la grieta de esos muros que nos separan de gente que vive en los márgenes, ya sociales o ya sicológicos. Al hundimiento se puede llegar por muchos caminos; pero nos remiten esencialmente a los mismos fundamentos. Si en El patio, que puede metaforizar el refugio, la guarida o, quizás, el vertedero, la estación final donde no los cuerpos de seres humanos, sino los detritus de esas sustancias «inútiles» se van pudriendo. Un cementerio sería honroso; el patio, supongamos que el de atrás, es el reducto donde se esconden esos especímenes que habitan en la noche y que se ocultan o se camuflan durante el día con el ánimo de la normalidad. Para entender a Scimone nos debemos agarrar ineludiblemente a Beckett, principalmente a Fin de partida; pero, además, a la forma de proceder que tienen los de La Zaranda (el mismo Javier Semprún ha participado con ellos en un montaje). Sin ir más lejos, nos podemos fijar en la función que presentaron en el 2016, El grito en el cielo; donde atacaban con ironía lo que supone hoy en día la vejez. Cuestión esta que también se aborda en la propuesta que nos compete. Nos encontramos en un patio algo desastrado, ocupado por un par de individuos que parecen vagabundos, o sujetos descuidados en ese ambiente de depauperación. Uno está sentado en un viejo sillón, un tipo enjuto, con verdaderas dificultades para moverse. Se llama Peppe y lo encarna Javier Semprún como si la identificación con su personaje fuera de una intimidad descomunal. La verosimilitud que expele asusta. Por allí pulula junto a él, Tano, un Eduardo Gijón tuerto y cabizbajo, de un carácter bronco; pero aquilatado por una moral repleta de compañerismo, de cariño y de reconocimiento humano en un amigo al que le cuesta, incluso, ponerse en pie para mear, que huele mal y que tampoco parece brillar por su inteligencia. Una interpretación absolutamente sobresaliente y perfilada al máximo. ¿Qué hacen allí? ¿Qué esperan? Lo cierto es que nada. Que los sigan apaleando mientras se mueren de hambre y los muerde una rata. ¿De dónde vienen? Nada sabemos de su origen; pero nos lo podemos imaginar. Sus diálogos circundan de forma absurda sobre una realidad repetitiva y altamente precaria. Una sinrazón abisal, una existencia sin alicientes para continuar y, aun así, persistente y tragicómica. Porque es inevitable esbozar una sonrisa; cuando, casi ingenuamente, parecen asombrarse del paso del tiempo o de novedades que no lo son. Poco cambia cuando irrumpe un personajillo sin nombre, una especie de duende llegado del submundo, un troll del bosque de basura para bufonear un poco, para inventarse una pizca su vida con su mujer, para reclamar un pedazo de pan mugriento y mohoso. Es un Borja Semprún algo infantilizado, como esos personajes ambiguos con los que nos divertían en los programas juveniles de antaño. La deshumanización llega a tal punto, y la lejanía de lo acontecido se distancia tanto de lo habitable, que también como espectador te puedes desconectar. La separación del relato concreto, de la vinculación con algo que sea más reconocible espaciotemporalmente, nos sitúa ante símbolos más universales que particulares y eso, paradójicamente, aplaca, en cierta, medida la empatía y la compasión. Del saco que carga Tano, ya no salen más mendrugos verdes, ni sogas con las que sospechar un final expedito; solo queda la oscuridad infranqueable. Desde luego, no podemos negar el impacto que supone este acontecimiento, este destino terminal y hasta agónico; cargado de patetismo. Insisto en que la observación total de las piezas que va componiendo Scimone es lo que nos dará un resultado más luminoso y coherente; aunque cada uno de los episodios es un aldabonazo existencial.

El patio

Autor: Spiro Scimone

Dirección: Javier Semprún

Reparto: Javier Semprún, Eduardo Gijón y Borja Semprún

Iluminación: Iñaki Zaldúa

Escenografía: Cristina Urdiales

Vestuario: María José Pelayo

Música: Juan Carlos Martín

Producción: Teatro Corsario y Producciones Clandestinas

Teatro del Barrio (Madrid)

Hasta el 29 de julio de 2018

Calificación: ♦♦♦

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Un comentario en “El patio

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