Una versión sobre la comedia shakesperiana que torna en un descabalado espectáculo sobre violencia machista
Cualquier excusa es buena para soltarte el discursito y desbarrar a gusto. Shakespeare les dura media hora y lo demás viene a ser una colección de performances con más o menos sentido simbólico y con más o menos efectividad dramatúrgica. Lo que nos hacen ver los de La Dalia Negra, es que ellos se han instalado en la Nave 73 a llamar la atención. Qué daño ha hecho Almodóvar, Rodrigo García y hasta Declan Donnellan. La lectura que aquí se hace de La fierecilla domada es tan torticera que uno muchas veces piensa que es mejor hacer borrón y cuenta nueva, y dejar en el olvido todas y cada una de las obras que no cumplan estrictamente con los dogmas del esquema sobre lo políticamente correcto que hoy impera (y encima promovido por gente tan joven). ¿Qué pasa cuando habitualmente se lleva a las tablas esta comedia del dramaturgo inglés? Pues que se interpreta como farsa, que se observa a dos protagonistas bien broncos y extremos, abrazándose para conformar un matrimonio sui géneris, tan tóxico como bien avenido (la maravilla que presentaron los Propeller en los Teatros del Canal en 2013 ―representada toda por hombres―, es una referencia ineludible). Se comprenden las circunstancias de la época, aunque no se compartan (aquello sí es el patriarcado: el padre manda sobre la hija y la «cede» al mejor pretendiente. Algo que no ocurre en nuestra sociedad, salvo en algunas etnias, sobre las que miramos para otro lado) y se sacan conclusiones civilizadas, producto de nuestra «mejora ética». Ahora, si se quiere enmendar este ejemplo de teatro isabelino, porque se considera que de comedia no tiene nada y que es claramente una historia de abuso machista ante nuestros ojos; pues no queda más que dar rienda suelta a la fusta dramatúrgica para domar a un público, que puede estar «trastornado» por el «machismo estructural que nos tiene abducidos». Desde luego no se puede negar que el preludio no marcara un tono festivo muy adecuado. Enseguida Jorge Alcocer, quien muestra su soltura y su entrega absoluta, se echa a las espaldas un ritmo grácil remarcado con gags humorísticos (que sustituyen, de algún modo, el extraño prólogo de Sly) que, lentamente van desapareciendo. Del argumento apenas se nos dan las pinceladas y una trama muy leve que deja el enredo del original en algo irreconocible. Como se sabe, el viejo Bautista (nos lo presentan con voz de fondo y, después, con el rostro de Trump; y para deleitarnos con un baile con música de Thalía, con el temazo y proclama política, «Arrasando». Tono festivo, insisto) tiene a una hija llamada Catalina, que tiene un genio violento (en esta ocasión es más suave) y unos modos realmente insoportables (que pueden servir para plantearnos el viejo dilema de la educación y del adiestramiento, y que nos llevaría a Pigmalión, y a las cuitas morales que nos sobrevienen), pero como nadie quiere casarse con ella, sino con la hermosa y delicada hermana menor, Bianca; ha decidido que esta última no será entregada en matrimonio hasta que la mayor lo haga primero. Es, entonces, cuando llegan por allá los pretendientes. Por un lado, Petruccio (encarnado por Alcocer), motivado por una apuesta, va a desplegar toda su estrategia de choque para conquistar a Catalina. Esta, interpretada por Rocío Collins con buen empeño (la proyección de la voz es muy mejorable), se ve sorprendida por esa táctica que implica seguirle el juego con paciencia infinita, hasta que cae rendida (en realidad, también le conviene para salir de esa casa). Por otra parte, viene Lucencio, con su criado Tranio, para pretender a Bianca. Asistimos al cambalache de personalidades, de equívocos y de travestismo, potenciado por la imponente presencia de Pepe Serrano, quien con su estilismo algo estrafalario, provocativo y espectacular, se transforma en una maestra de latín, seductora en grado sumo. Corporalmente el actor se aprovecha excelentemente de su porte; pero a su interpretación le falta empuje y seguridad. Por su parte, Melisa Meseguer, quien se mueve con suficiencia y ofrece solidez con sus personajes, se mete en la piel del susodicho sirviente, para hacer de Lucencio. Ambos aprovechan su conversión para defender su alegato en favor de las diversas formas en las que se puede expresar la masculinidad y la feminidad; ya sea con pelo en las axilas o sin él. El salto mortal llega de improviso y la función comienza su despiece sin fin. El destrozo en coherencia, en contexto y en sensatez es proporcional al descaro que se quiere imponer a un público ampliamente comprensivo. La elaboración completa de una tarta de manzana que se irá horneando para después ofrecérsela al respetable (incluida perorata autofustigadora e irónica sobre la heterosexualidad masculina) es un pegote. El espectáculo se rompe definitivamente cuando Anabel García, que hasta el momento había cuidado con delicadeza a su Bianca, se planta en medio del escenario para ser vejada por espectadores voluntarios (no faltaron amigos y allegados para participar en la burda perfomance). Nata, plátanos, plástico y un vibrador con siete velocidades. Que no se marche ninguna de las hermanas sin ser vapuleada. Porque sí. Y en el porque sí llega la escena visualmente más persuasiva; aunque encajada a capón. Una vuelta al relato del Génesis, a Adán y a Eva (muchas manzanas, efecto de luces láser). Otra vez ese recurso ―ya lo hemos visto empleado en otras ocasiones, sin ir más lejos en la Lulú, de Paco Bezerra―, como si en esta época tan desacralizada supusiese algo este mito babilónico y sumerio recogido en la Biblia, como si se diera algún crédito simbólico, de carácter jungiano, a esa cuestión del pecado. Viene esta cápsula con cartelitos sobre lo que puede ser o no, fundamentalmente para llegar a la violencia. Puesto que, el casi desenlace (la obra podría haber terminado en cualquier instante y se habría aceptado tal cual) es una grotesca deriva tendenciosa. Alcocer golpeando un saco de boxeo (cojan la metáfora) como si no hubiera un mañana (¿cuántos minutos pasaron hasta que alguien del público lo paró?) y terminar con los nudillos sangrando. Sorpresa. La fierecilla domada escondía una paliza aniquiladora. ¿Cómo hemos pasado de aquel personaje juerguista, algo fanfarrón, a esto? Rocío Collins nos suelta la arenga sobre la libertad de la mujer que todos allí estábamos esperando. Hay que despelotarse. Está por descubrir cómo han desembocado en tal visión Laura Esteban, como versionadora, y Javier Rojo, como director; aunque es muy fácil adivinarlo. Es el prisma del discurso impuesto en nuestros días. No hay historia, no hay contexto, no hay matices, no hay arte, no hay pensamiento. Sea lo que sea ya se sabe lo que se nos va a esputar. Es tendencia.
Texto original: William Shakespeare
Dirección: Javier Rojo
Versión: Laura Esteban
Intérpretes: Jorge Alcocer, Rocío Collins, Anabel García, Melisa Meseguer y Pepe Serrano
Coreógrafo: Juan Maroto
Diseño gráfico y producción: [ la dalia negra ]
Sala Nave 73 (Madrid)
Hasta el 27 de julio de 2018
Calificación: ♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:
Un comentario en “La fierecilla domada”