La Zaranda regresa para representar la vejez en una obra entre alegórica y humorística
«Tempus fugit». «Memento mori». Se recuerda en un momento de la función, mientras un grupo de ancianos aún ve opciones para revivir, después de haber ingresado en uno de esos geriátricos impelidos por la hiperactividad. La Zaranda envejece, pero se resiste a sucumbir. Su arte se sobrepone a las estupideces de la modernidad, a todas aquellas concepciones cínicas sobre la muerte y ese mal morir lleno de artificios horteras. La compañía ataca la cuestión desde la construcción simbólica de un mundo onírico y, a la vez, épico. Eusebio Calonge ha escrito un texto que se acoge a la leyenda de Tannhauser, entre otros motivos soterrados, para balancear a los personajes entre los placeres de Venus, de la furia natural junto al Fauno, y ese sentimiento de culpa que nos acompaña como católicos, incapaces de justificar los excesos hedonistas. Así son estos viejitos un tanto estresados por la sobre ejercitación, dirigidos por una enfermera que lanza polvos de talco antiséptico cual hisopo bendito, que como los peregrinos de Tannhauser van buscando la piedad en Roma antes de perecer. No tenemos más que escuchar el «Adore te devote», el himno de santo Tomás de Aquino que nos recuerda «Tibi se cor meum totum subiicit» («a ti se somete mi corazón por completo»). No deja de ser una alegoría cosmogónica la que sustenta el impulso de la obra. Y esto es lo maravilloso de El grito en el cielo, todo ese aparataje tan interesante, tan trascedente y escatológico, tan terminal en todos los sentidos. La pena es que en la representación la excesiva ralentización de las acciones, más allá de que visualmente resulten magníficos los escorzos que se forman con la iluminación que el propio dramaturgo ha diseñado y que nos reportan a todo un mundo de fantasmagoría, no se manifieste todo ese sustrato. De la misma forma, el humor de La Zaranda, en sus aspectos más folclóricos y grotescos, le pueda resultar a más de uno, algo anticuado; no así en todo lo que tiene que ver con la parodia, el esperpento y ese punto de absurdez en el que se ahonda cuando están metidos de lleno en la rehabilitación. En gran parte de la función, los cuatro actores que interpretan a los vejetes trabajan corporal y dramáticamente en conjunto, como una especie de coreografía que visualmente funciona excelentemente en esa simbiosis con sus camas-jaulas-ataúdes que forman parte preponderante del espacio escénico pergeñado por Paco de la Zaranda. El movimiento que comanda Iosune Onraita en su papel de enfermera arzobispal e higienizante, aunque pausado, convoca una armonía, un proceder y una ruta hacia ese cielo imposible al que se aproximan con sus últimos hálitos. El grito en el cielo contiene mucho más de lo que se muestra en las tablas. Es una obra quizá un tanto breve, donde se echa en falta algo más de desarrollo de todos esos símbolos que a veces únicamente se esbozan o se sugieren a través de la música, o de algunas sentencias; pero el fondo de la cuestión y su premura, eso son palabras mayores.
Autor: Eusebio Calonge
Dirección: Paco de la Zaranda
Reparto: Celia Bermejo, Iosune Onraita, Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez
Iluminación: Eusebio Calonge
Espacio escénico: Paco de la Zaranda
Fotografía: Juan Carlos García y Víctor Iglesias
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 31 de enero de 2016
Calificación: ♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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