Mercaderes de Babel

Jose Padilla adapta El mercader de Venecia para deconstruir el juicio a Shylock y cuestionar su validez hoy en día

Foto de Ana Pizarro

Las referencias más cercanas y habituales en relación a esta obra nos llevan a la versión cinematográfica de Michael Radford con Al Pacino de protagonista, y a la adaptación teatral de la Compañía Noviembre que presentó hace unos años, con la sobresaliente actuación de Arturo Querejeta. Por otra parte, entronca estéticamente con las propuestas de Venezia Teatro (véase Los desvaríos del veraneo) y con la insistencia posmoderna y moralista de fustigarse al reponer una obra con claros tintes antisemitas. Un pedir perdón por tamaña tropelía artística (con la que ha caído durante el siglo XX). Es un enfoque que ya hemos percibido en otras ocasiones en los últimos años (véase La fierecilla domada, de La Dalia Negra). Así que la versión de Jose Padilla es una pretendida deconstrucción del clásico shakesperiano a modo de juicio del propio juicio a Shylock. Desgraciadamente el desastre no se hace esperar. Para justificar lo visto en el estreno podemos aducir que se presenta un montaje incipiente, en absoluto terminado (Carlos Aladro, nuevo director del Teatro de La Abadía, lo presentará allí en octubre), una cosa low cost para los de Complutum. O quizás esto es exactamente lo que han querido realizar, no sé. El recorte de subtramas y del propio argumento es enorme, y los saltos en el tiempo hacia atrás y hacia adelante generan desconcierto en los espectadores menos avisados, y la incredulidad se extiende. La historia se centra esencialmente en el proceso donde Antonio, quien está próximo a la ruina, y el judío dirimen su enfrentamiento por el préstamo que el primero debe pagar. Nada más y nada menos que una libra de su propia carne (el dinero para compensar la pérdida no vale y los negocios son los negocios). En el abrupto despliegue de la escena ―micrófonos para unos y para otros una tímida proyección de la voz―, los cortes explicativos, las frases que intentan encajar en el enjuiciamiento de lo ocurrido se plasman una ineficaz injerencia que deja a la mayoría de los intérpretes dubitativos sobre el escenario. La sensación de que algunos elementos se han elaborado deprisa y corriendo, o sin la pericia exigida a un grupo de sobrada profesionalidad, es patente. Así lo vemos en los vídeos con los que se desean solventar las escenas de los cofres que utiliza Porcia, la heredera de Belmonte, para encontrar marido. Vídeos en los camerinos con sonido más deficiente todavía y con una búsqueda de la comicidad algo precipitada. Porque ese es uno de los puntos que más controvertidos resultan en el espectáculo; es decir, la mezcla de lo humorístico y de lo serio. De ahí el contraste en las interpretaciones. Digamos que la grandísima baza del montaje es la participación de Greg Hicks. Su hieratismo y su furia contenida, su expresión ―el vestuario que le ha preparado Paula Castellano es un gran acierto― y su manera de desplazarse: un monje zen, un cowboy o un estudiante avieso del Talmud. El paladeo de su dicción es una ristra de sentencias que derivan la función hacia el terreno kafkiano de la injusticia. Seguramente, si el resto encontrara el punto festivo cargado de esnobismo y de desfachatez ―es una lucha de poderes contra el eterno usurero―, se podría desenredar en gran medida el desbarajuste general. Así, Javier Lara, en el papel de Antonio se reconfigura entre la melancolía y el impulso chulesco (luego tiene su momento pretendiente a lo murciano que podría tener su gracia si la escena quedara mejor enmarcada en la validez de la trama). Por su parte, Ramón Pujol, queda un poco blando como Antonio; mientras que Juan Blanco con esa encarnación del speaker-narrador con el micro en la mano, impone en exceso sus perentorias explicaciones. Por su parte, Alba Enríquez se muestra algo alejada de nosotros, tan al fondo que no llega a desarrollar su personaje. O Laura Romero, que se resulta más convincente en la suavidad de su Porcia, que en el resto de intervenciones (la juventud pesa en los disfraces). Son buenos actores, pero no tienen la oportunidad de brillar como de debieran. Insisto que el proceder deslavazado de las escenas se arrastra hasta el final, donde, por ejemplo, el papel de Jessica, la hija de Shylock, se intenta colar de manera inverosímil para luego remarcar el famoso monólogo, tan manido como demagógico; aunque fundamental para entender la hipocresía de La Serenísima en su época de esplendor comercial. Estos Mercaderes de Babel vienen playeros, con una iluminación pastel de Pablo R. Seoane y una marcha discotequera preparada por Manu Solís. ¿Qué se ha buscado con este enfoque? No queda claro. Si la obra es penosamente antisemita y les duele ponerla nuevamente sobre las tablas; casi mejor que no se embarquen si para ello necesitan disculparse. Probablemente la propuesta tenga mayor recorrido con un buen rodaje; por ahora carece de la hondura que se le presume a un asunto como el tratado.

Mercaderes de Babel

Un texto de Jose Padilla a partir de El mercader de Venecia, de William Shakespeare

Dirección: Carlos Aladro

Reparto: Greg Hicks, Javier Lara, Laura Romero, Ramón Pujol, Alba Enríquez y Juan Blanco

Espacio escénico y vestuario: Paula Castellano (AAPEE)

Iluminación: Pablo R. Seoane (Cía.de la luz)

Espacio sonoro: Manu Solís

Audiovisuales: Marta Valverde

Asistente de dirección: Julia Fernández

Ayudante de dirección: Javier L. Patiño

Comunicación, redes y prensa: Cristina Anta

Dirección técnica: Mario Goldstein

Dirección de producción y distribución: Clara Pérez

Fotos: Ana Pizarro

Compañía de Babel, Pérez y Goldstein, con la colaboración del Teatro de La Abadía

Festival de Teatro Clásicos en Alcalá

Teatro Salón Cervantes (Alcalá de Henares)

Calificación: ♦♦

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