El «caso Ezpeleta» sirve de excusa para reivindicar el papel de la mujer en los comienzos del siglo XVII
Se están dando en nuestra sociedad últimamente con mayor profusión toda una ristra de endebles proposiciones culturales que se empeñan en obviar lo verosímil con tal de entretener vanamente o, en otros casos, encontrar las fuentes de ciertas ideologías de gran predicamento en la modernidad, en concreto, el feminismo. El falseamiento de la historia socioeconómica y sus costumbres que se da en muchas series de televisión españolas es clamorosa, no hay más que fijarse en Velvet que, por lo visto, transcurre en una burbuja espacio-temporal donde el franquismo no afecta y los personajes femeninos viven como si disfrutaran de todos sus derechos (flaco favor. Ante todo no hay que amargar al espectador). Mutatis mutandis, Inma Chacón y José Ramón Fernández nos quieren vender que las Cervantes (peyorativamente las Cervantas; aunque con mucho orgullo) eran prácticamente unas librepensadoras, unas intelectuales, casi revolucionarias, unas libertarias republicanas avant la lettre (con monja y todo); es decir, un despropósito, máxime cuando en la nota de prensa leemos: «Las hermanas de Cervantes, libres, cultas, que viven de su trabajo componiendo ropa, que han sobrevivido a los abandonos y la falta de palabra de hombres defendidos por los usos de la época…». Si no se acota esta libertad a lo que de verdad pudo ser, es fácil que parte del público más crédulo trasponga valores actuales con los de aquel periodo. Por lo tanto, se induce al engaño. Nos situamos en 1605, concretamente el lunes 27 de junio, en las afueras de Valladolid. A las once de la noche, un caballero, llamado Gaspar de Ezpeleta, resultó herido tras una reyerta. Es llevado a casa de Luisa de Montoya, una vecina de Cervantes, adonde acudirá Magdalena, la hermana del escritor, a prestarle cuidado hasta que muere el miércoles 29. Las Cervantas se ven envueltas en un extraño embrollo de acusaciones que sirve, a la sazón, como insidioso motivo para criticar su modo de vida (nos queda claro que muchos las consideraban una «putas», término que vale para definir cualquier actitud no convencional y ajustada a las costumbres); aunque no lo fuera tanto, teniendo en cuenta la cantidad de viudos (no fue el caso de don Miguel) que rehacían sus vidas o todas esas reunificaciones familiares que ofrecían modelos para todos los gustos. Aquí Cervantes no aparece y el dibujo que nos han trazado de estas mujeres, como ya se ha comentado (la ambientación nos hace pensar en los inicios del siglo XX), nos devuelve una imagen un tanto inverosímil que se acentúa con interpretaciones desiguales. Desgraciadamente, las hermanas Gracia y Sole Olayo, en los papeles, respectivamente, de Andrea y Magdalena, se nos muestran con errores y olvidos ilógicos para el teatro profesional, y que dejan ciertos momentos de tensión dramática en algo inconsecuente. De otra forma, aunque con la misma ineficacia, nos topamos con Yaël Belicha, como esposa de Miguel. Es un personaje deslavazado, sin fuerza, sin el empaque necesario para responder maduramente a los embates de la bastarda que habita en su casa; además, la actriz se expresa remarcando en exceso las frases, dando más esa sensación, si cabe, de teleserie vespertina. Salvan claramente la función las dos jóvenes. Por un lado, Clara Berzosa, como Isabel de Saavedra, la hija de Cervantes, juega con la tozudez y su energía desbocada, mientras mejora su lectura con los libros de su padre. Por otra parte, Irene Ruiz manifiesta su potencia inapelable, llena de vigor y calado en su dicción segura. Su Constanza conlleva la credibilidad que hubiera sido deseable percibir en el conjunto del montaje, donde Monica Boromello ha elaborado una escenografía que nos traslada a lo que pudiera ser nuestra posguerra. Las maletas pueblan el espacio, como símbolo anticipatorio del viaje a Madrid, y estas vienen pintadas con la concreción de las fechas y el transcurso del tiempo ─un recurso que termina por ser excesivo. Luego, las camisas colgadas en los burros dan cuenta del oficio que las mantiene ocupadas. La música del violonchelo viene en directo de la mano de Marina Barba. En los últimos tiempos ha existido un empeño por fijarse en las mujeres de Cervantes, las reales y las ficticias. Hace unas temporadas era Arrabal, atrevidamente, con sus Pingüinas, y no hace muchos meses Lidia Navarro y Ainhoa Amestoy subían a escena su Quijote. Femenino. Plural. Con Las Cervantas que dirige Fernando Soto, sin el despliegue dramatúrgico que hemos disfrutado en otros de sus trabajos, se percibe cierto edulcoramiento y algo de didactismo propio de encargos conmemorativos que se quieren ganar a un amplio público.
Autores: Inma Chacón y José Ramón Fernández
Dirección: Fernando Soto
Reparto: Gracia Olayo, Sole Olayo, Clara Berzosa, Irene Ruiz y Yaël Belicha
Música en vivo: José Luis López / Marina Barba
Escenografía: Monica Boromello
Vestuario: Marta Martín-Sanz
Iluminación: Javier Ruiz de Alegría
Imagen: Olga Iañez
Producción ejecutiva: Dania Dévora y Santiago Pérez
Coproducción: EscénaTe y DD Company Prodrucciones
Naves del Matadero (Madrid)
Hasta el 13 de noviembre de 2016
Calificación: ♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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Un comentario en “Las Cervantas”