Yo, Feuerbach

Pedro Casablanc vuelve a marcar un hito interpretando a un malhadado actor que regresa a los escenarios

yo feuerbachYa el propio título de esta obra escrita por Tankred Dorst en 1990 es una autoafirmación, tanto en el sentido de reivindicarse como en el de reconocerse en esa multiplicidad de identidades que lleva consigo. Feuerbach es un veterano actor, no lo suficientemente anciano como para retirarse, pero sí con la experiencia necesaria como para comprobar que la vida de los intérpretes conlleva duros y paradójicos recorridos en la montaña rusa de la dramaturgia. Se presenta a una prueba, frente a un aclamado director, Lettau, que le hace esperar junto a su ayudante, un joven al que representa Samuel Viyuela, con la displicencia de alguien encaramado a un puesto que, en principio, por su cultura (como comprobaremos), le viene grande y que no tiene por qué rendir pleitesía a un don nadie. Adereza la tensión en los momentos adecuados con buenas dosis de altivez y consistencia escénica. Esa espera, algo extensa para un espectáculo así, nos lleva a concluir, que es muy superior la interpretación y el concepto que el texto en sí; que resulta redundante y hasta moroso en algunas partes iniciales. Pedro Casablanc nos ofrece cierta continuidad actoral respecto a esa extraordinaria performance que fue Hacia la alegría, en donde el redescubrimiento del cuerpo cobraba tanta importancia; aquí, de una forma también explosiva, es la mente lo que se debe recuperar. El público se debe convertir en todo un psicoanalista, debe ahondar en los recovecos de una personalidad que se nos muestra enmascarada en una colección de personajes que fueron interpretados por el protagonista hace ya tanto tiempo. Los hace regresar ante nuestros ojos; cualquier excusa es buena, ya sea una silla o un gesto le valen para encarnarse en todos esos seres imaginarios de una comedia de Racine o de Shakespeare. Casablanc se mueve por el tapiz en busca de la luz, ya desde el primer instante, cuando la oscuridad de la que procede, se rompe con los focos que lo deslumbran. Tanto su soberbia como su impostura, sus debilidades y esa imposibilidad recurrente de los perfeccionistas de alcanzar mayores cotas cuando se inicia el declive y el crepúsculo de los dioses viene acompañado de todo tipo de neurosis, se plasman en su energía. Feuerbach sufre el castigo romántico del héroe que se arrodilla en la última etapa ante los seres superiores. Desde luego, a medida que avanza la función, somos convencidos de que ese actor inmenso y arrebatador, uno de los más grandes de la escena española e internacional, son muchos sobre él; que patentiza la paranoia y la esquizofrenia de todos aquellos que se enfrentan cada noche al juicio del respetable y, sobre todo, en este caso, al de uno mismo. Mientras, según nos inmiscuimos en ese torbellino interno y, también, externo, en ese caos que se va formando al albur de su euforia encabritada, suena por unos altavoces el ladrido de un perro perdido (¿negro?), como el símbolo de la melancolía que popularizó Churchill, la propia de las mentes creativas y que te puede arrastrar hasta el fondo. Decía Aristóteles: «Todos los hombres que han destacado en la filosofía, en la política, en la poesía o en las artes parecen ser melancólicos». Así, el secreto que oculta hasta la mitad de función, es decir, dónde ha estado durante esos siete años en los que no ha trabajado y que, además, han sido suficientes para que este muchacho que aguarda con él, ni siquiera haya oído hablar nunca de alguna de sus actuaciones, tiene que ver con la propia locura, con el desequilibrio mental real y con el que juguetea todo actor ante ese extraño proceder que incumbe meterse en la piel de un ser imaginado por otro para darle vida. En una paradoja cruenta, Feuerbach se ha presentado a esta audición con un monólogo del Torquato Tasso de Goethe, en el que precisamente asistimos a la enajenación del poeta. Y, aunque, como ya he afirmado, la obra se revuelve sobre sí misma, progresa como a bandazos hasta el desconcierto, hasta que nos sumergimos en la duda de saber si vemos al intérprete o a su visión distorsionada por ese subidón de adrenalina que supone volver a interpretar un papel que a la vez quiere ser mil personajes imbricados hasta quedar ahíto. El huracán Casablanc supera la propuesta de Tankred Dorst y esas chorraditas que ha incluido Jordi Casanovas en la adaptación, a los «wasapeos», me refiero. El encantamiento en el que nos vemos envueltos se exacerba finalmente con los aplausos, vítores y bravos de un público que ha percibido que ese protagonista apabullante ha soportado un endeble equilibrio sobre el hilo que separa la ficción de una realidad que se le escapa. Otra vez grande.

Yo, Feuerbach

Autor: Tankred Dorst

Dirección: Antonio Simón

Reparto: Pedro Casablanc y Samuel Viyuela

Versión y adaptación: Jordi Casanovas

Voz en off: Nuria García

Escenografía: Eduardo Moreno

Vestuario: Sandra Espinosa

Diseño de iluminación: Pau Fullana

Diseño de sonido: Nacho Bilbao

Fotografía: Sergio Parra

Ayudante de dirección: Beatriz Jaén

Asistente de escenografía: Lorena Puerto Rojo

Asistente de producción: Celia Mira

Producción: Buxman Producciones

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 23 de octubre de 2016

Calificación: ♦♦♦♦

Texto publicado originalmente en El Pulso.

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