Los avatares de una pareja de clase media volcada en su ascenso social mientras su intimidad fracasa

Resulta patético asistir a una cena de esas en las que el nivel de esnobismo y estupidez asciende en la misma medida que se ingiere alcohol y varios de los contendientes ven peligrar su victoria dialéctica. Escuchar la conversación durante un prólogo extensísimo te lleva a imaginar gestos y miradas de envidia, a generar odios y prejuicios sobre unos directivos, que no vemos, compartiendo mesa con su «querido» jefe, dueño de una editorial de renombre. La experiencia a la que nos someten el director y la autora marca un punto de distorsión dramática y una leve ansiedad por conocer verdaderamente a los invitados que, salvo ciertos gestos premonitorios que únicamente se entienden más adelante, nada nos hace sospechar que algo inverosímil vaya a ocurrir. Pero después lo que tenemos es un thriller, una revisión del Hitchcock más maquiavélico, con esas influencias de las peleas burguesas que suele plantear Yasmina Reza (como en Un dios salvaje) o filmes, sobre todo franceses, como Arcadia, de Costa-Gravas. Y, evidentemente, en Cocina tenemos a una nueva Lady Macbeth sibilina, meticulosa y con una perspicacia estomagante. No se puede ni apenas esbozar el argumento, si no se quiere arruinar el suspense. Pero digamos que, partiendo de un hecho inesperado, el resto de la obra transcurre con esos esquemas del naturalismo, tan tendente al determinismo. La pareja protagonista se ve impelida por esas claves de su condición social, por esa imperiosa necesidad por medrar y ascender al máximo como una forma de escapatoria hacia adelante, cuando la vida personal e íntima, en pareja, hace tiempo que ha fracasado. Serán los demás, gracias a su admiración, los que les provean de pizcas de felicidad. Aparte de ese prólogo tan sugestivo, la función trabaja en dos planos actorales de un categoría descomunal. Por una parte, se da un trabajo oscuro, hipócrita y estratégico trufado de certeros silencios y guiños eficaces; por otro parte, asistimos a una serie de discusiones de esas que penetran en barrena hasta el fondo del resentimiento y lo expelen como un pozo de petróleo que lo deja todo perdido. Para realizar estas actuaciones es necesario contar con dos actores como Sonia Almarcha y Manolo Solo. Ella combina altivez y sequedad con una directiva frialdad que la lleva a encontrar la solución a cualquier entuerto, aunque para ello deba apartar su moral. Él se mantiene en una especie de asumida mediocridad, aunque es capaz de sacar toda la rabia que lleva acumulada. La grandiosa disputa que representan ambos hacia la parte final de la obra es conmovedoramente deslumbrante. Suman con creces, la escenografía hiperrealista de Esmeralda Díaz y el espacio sonoro de Luis Miguel Cobo, marcando las transiciones. La experta mano de Will Keen ha logrado dirigir el espectáculo con los puntos de tensión necesarios para mantenernos pendientes de la evolución del caso. Por su parte, María Fernández Ache ha escrito unos diálogos inteligentes y ha creado unos personajes creíbles y redondos, aunque, en su contra, podemos afirmar que la machacona insistencia por marcar el tiempo y, sobre todo, esa ansia por cerrar absolutamente cada uno de los cabos y lograr que todo encaje dentro de la lógica de ese mundillo, le resta originalidad.
Autora: María Fernández Ache
Dirección: Will Keen
Reparto: Sonia Almarcha, Bruno Lastra, Luis Martínez-Arasa y Manolo Solo
Escenografía y vestuario: Esmeralda Díaz
Iluminación: Pedro Yagüe
Espacio sonoro: Luis Miguel Cobo
Ayudante de dirección: Elvira Heras
Caracterización: Luis Jiménez Vicioso
Ayudante de escenografía y vestuario: Emi Ecay
Diseño cartel: Isidro Ferrer
Fotos: marcosGpunto
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 21 de febrero de 2016
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:
Un comentario en “Cocina”