Primera sangre

María Velasco completa su díptico sobre la muerte en el Teatro Valle-Inclán para destinarnos a un tenebroso mundo infantil

Primera sangre - Foto de Luz SoriaBajo el título general Los muertos no respetan el descanso, María Velasco publicó en la editorial La Uña Rota las obras Harakiri, de la que pudimos contemplar su representación el año anterior, y Primera sangre, que ahora ocupa la misma Sala Francisco Nieva en el Teatro Valle-Inclán. Ciertamente el tema de la muerte inesperada vuelve a desarrollarse; pero también la falta de cohesión regresa como máxima pega a otro de esos espectáculos de la artista, donde mete demasiados elementos para no terminar de elaborar un hilo conductor, un argumentario más sólido, una, si se quiere, evolución dramática.

Inicialmente ya impacta la escenografía de Blanca Añón, una mezcla entre cochiquera con su pasarela superior impoluta y un parque infantil desastrado, donde podrían hozar los puercos. Además, la iluminación de Marc Gonzalo conecta excelentemente con ese mundo grotesco, zafio y asqueroso. Porque la relación entre los cerdos y las niñas llega pronto y es implacable. «Las niñas se parecen más a los cerdos que a las flores». En la gran pantalla se proyectan Los tres cerditos, de Disney. Después se continúa con El cerdo bailarín, ese corto de 1907, en la versión coloreada, donde aparece un cochino vestido de burgués parisino. Auténticamente repugnante el último plano. Esa visión nos va a hacer conectar esa animalidad con la mirada naíf de esas muchachitas de seis años. Como la edad que tenía María Velasco en su Burgos natal y como aquella chiquilla que apareció asesinada: Laura Domingo. Estamos en 1991 y aquello fue una conmoción. En alguna medida, es un episodio más en la vida de la dramaturga, una precuela, pudiera ser, de su Líbrate de las cosas hermosas que te deseo, pasando por Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra.

El trasunto de la autora es Valèria Sorolla, a quien pudimos conocer en Karaoke Elusia. Su expresión entremezcla fuerza y languidez, desparpajo de futura teenager repelente, fuera de los convencionalismos, y de la órbita conservadora de la ciudad castellana. Desde su primera regla, desde su menarquia, se niega a salir al patio y se recluye en su propio discurso particular. Se ve impelida por la hermana Luz, una de esas monjas jóvenes y modernillas de antaño, que Vidda Priego acoge con mucha agilidad avanzando por las alturas; aunque con un rol bastante inconcreto. Por otra parte, Javiera Paz, quien se encarna en la víctima, desarrolla su carácter a través de la danza y a través de apariciones constantes; sin embargo, a pesar de su esfuerzo, no llega a enlazarse con el resto de personajes y se queda más como un nexo performativo.

La menarquia se vinculará a la matanza, la del gorrino. Un símbolo poderoso para la mujer, la mujer-víctima en la que aquí se redunda con insistencia, cayendo en ese estrafalario concepto de «cultura de la violación». Se habla de forma muy sesgada del terror sobrevenido, de una pátina indeleble que se mantuvo para siempre. Como si eso fuese generalizado. Da la impresión de que estos miedos tan abrumadores que hoy imperan, y que han hecho a los padres y a las madres tan proteccionistas, se trasladan de manera torticera hacia el pasado. Cuesta pensar que a principios de los noventa la chavalería no estuviera todo el día jugando en la calle y sin tanto control como ahora por aquellos lares del norte (puedo asegurarlo).

Sí que resulta interesante cómo se van remarcando las distintas veredas que cada personaje habilita. Cómo, por ejemplo, las familias y los colegios determinan mentalidades. Así, el papel de Zaira corresponde al de la chica que sigue el camino más tradicional. Hará, cómo no, la comunión con ese halo ritual inapelable y rancio; y dará la réplica a su amiga con sus diálogos acusatorios y quisquillosos. Compartirán el miedo que ha impregnado su existencia con ese asesinato redundando por doquier. María Cerezuela mantiene su actuación en el terreno de la puerilidad, con el tono adecuado para que nos resulte creíble.

Francisco Reyes, con su altura, se impone desde una paradójica debilidad, como el Frankenstein que se vislumbra en la famosa escena junto al lago y esa niña que lanza al agua. El gigante doliente que se refugia en la bebida para aplacar el fracaso de no encontrar al responsable. El comisario que debe dar explicaciones ante la sociedad y ante su propia hija, Zaira. Al igual que ocurre con otros personajes, parece que debe vérselas en el aislamiento de su soliloquio, en esa especie penitencia para rebuscar en su masculinidad y sentirse, en cierto modo, culpable (otra traslación anacrónica). Debe, por lo tanto, contribuir a asentar el estado de la cuestión tal y como lo plantea Velasco. Ya sea para remarcar el machismo de entonces (lanzado hasta nosotros sin remisión, según ella) y para rememorar cómo la telebasura con esa crónica negra que recorría las televisiones desde por la mañana a la noche en nuestras cadenas privadas se enriquecía con el morbo. En este sentido, sí que se logra en esta performance atraparnos en ese ambiente de putrefacción y cutrerío nacional.

Sí que es verdad que apuntala con pujanza la veta grotesca hacia el final. Por un lado, con las esculturas de Enrique Marty: calaveras, extremidades, cuerpos impúberes,… que inciden en la muerte. Por otra parte, los dibujos de Henry Darger y La historia de las Vivians, con todos esos niños desnudos en pleno exterminio. Todo ello nos concita, por supuesto, a una atmósfera peculiar y reconocible en la dramaturga; pero vuelve a desperdigar los detalles en demasía.

Primera sangre

Texto y dirección: María Velasco

Reparto: María Cerezuela, Javiera Paz, Vidda Priego, Francisco Reyes y Valèria Sorolla

Escenografía: Blanca Añón

Iluminación: Marc Gonzalo

Vestuario: María Velasco

Escultura: Enrique Marty

Audiovisuales: Miguel Ángel Altet

Espacio sonoro: Peter Memmer

Coreografía: Joaquín Abella

Asesoría artística: Judith Pujol

Ayudante de dirección: Ruth Rubio

Ayudante de escenografía y vestuario: Pablo Chaves

Coproducción: Centro Dramático Nacional, Teatro Nacional de Catalunya, Ana Carrera y María Velasco (Pecado de Hybris)

Teatro Valle-Inclán (Madrid)

Hasta el 2 de junio de 2024

Calificación: ♦♦

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