La compañía Ay Teatro hace revivir al dramaturgo francés a través de sus personajes más célebres en un espectáculo brioso

Con los montajes que firman Álvaro Tato y Yayo Cáceres se pierde y se gana, y el público, amplio y gozoso, ya sabe que ahí, sobre la escena, será embaucado por un ritmo trepidante; aunque deberá renunciar a una incidencia mayor en los motivos, en los conceptos, en las historias. Todo, quizás, no se puede, si de lo que se trata es de antologizar o de trocear o de popularizar teatros que fueron, por aquellas, populares; pero que a nosotros se nos pueden abalanzar algo escurridizos por falta de contexto. Esta misma temporada ya hemos podido comprobar todo esto con Malvivir y, ahora, con Vive Molière, volvemos a disfrutar del portentoso engranaje de cuadros que vienen de diferentes obras del dramaturgo francés más célebre en este cuarto centenario de su nacimiento, el cual nos ha deparado un buen ramillete de propuestas (le ha ido mucho mejor que a Galdós, por ejemplo), como el montaje de Flotats o el Tartufo, de Caballero. Por otra parte, coincide en la cartelera madrileña esta pieza con otra titulada Del teatro y otros males que acechan en los corrales que, con un estilo muy distinto, también comparte marco metateatral y homenaje al barroco. Y precisamente los de Morboria nos dieron cuenta ya hace meses de El enfermo imaginario, que se vuelve a recordar en el desenlace sobre las tablas de La Abadía. Sigue leyendo
Mi desconfianza inicial partía de las fotos. En el mal gusto de presentar así a unas pícaras en un cartel tan anticuado. Y no es que siempre los textos del barroco tengan que ilustrarse desde el realismo más sucio; sino que aquí se nos avanza una mezcla de vestuario que parece una insensatez. Porque da la impresión de que Tatiana de Sarabia ha intentado acercar al público actual a las pícaras de entonces y las ha vestido como si fueran una especie de superheroínas con unos trajes verde esperanza bastante ajustados que las convierten en unas bufonas de alguna baraja de Fournier, y luego como detectives, como si fueran Blacksad o El gato con botas.
Sería muy maniqueo afirmar que los dos personajes que se presentan en El ciclista utópico son los caracteres que fundamentalmente estructuran nuestra sociedad. El vendedor y el comprador, el comprometedor y el comprometido, el cuidador y el cuidado. Dependiendo de la posición que ocupemos, según las reglas de nuestra sociedad, seremos embaucados o abducidos o reconfortados. No faltan experimentos donde se demuestra cómo las neuronas espejo hacen de las suyas en cuanto establecemos contacto visual con un desconocido. La empatía y nuestras pulsiones sociales nos disponen hacia una civilidad enredante. Manuel, el maestro del pueblo donde va a transcurrir la acción, conduce por la carretera, el sol lo deslumbra y atropella a un ciclista. Bici escacharrada y alguna contusión para el pobre hombre. El percance, más aparatoso que otra cosa, es suficiente para que se cree una relación entre los dos individuos. 

