Natacha

La novela de Luisa Carnés es adaptada y dirigida por Laila Ripoll para llevarnos desde el obrerismo al folletín en el Teatro Español

Difícil tarea la que se ha impuesto Laila Ripoll con la adaptación de la primera novela de Luisa Carnés. Una autora que ha terminado opacada más por la época que le tocó vivir, los temas que plasmó y su condición socioeconómica, que por ser mujer. Publicada en 1930, queda por debajo en el nivel respecto de Tea Rooms, texto que también llevó a los escenarios la propia directora y con la que obtuvo un merecido éxito. Esta que nos compete carece de una pericia superior, adolece de madurez y revela ciertos fallos estructurales como algunos saltos temporales un tanto abruptos, o poco desarrollo con algunos personajes. Aspectos que yo creo son, en algún modo, solventados en la dramatización. Verdaderamente la materialización viva de los diálogos escritos supera a la novelista.

Ante todo, hay que destacar a Natalia Huarte, que es una actriz que luce enormemente en la compunción, en la brevedad y en el silencio, en el gesto doloroso. Porque la primera parte, la más deprimente, me resulta mucho más interesante: todo el trajín de esas chicas que, desde bien jovencitas (doce años en este caso), se metían en los talleres a coser y a hormar sombreros. Contamos con una familia empobrecida, con un padre encamado y bruto, enfermo de tanto beber, sometido por terrores que le sobrevienen, en el Madrid de los años veinte. Un joven escultor ha venido a hospedarse en una de las habitaciones libres. Jon Olivares encarna a Gabriel Vergara. Desde los minutos iniciales es el encargado de meternos en harina a través de una carta que le escribe a su novia, que lo espera en el pueblo. No me parece una buena forma de comenzar. El discurso se torna demasiado «literario» y el intérprete muestra una tontorrona ilusión que le resta empaque. Es un personaje poco modulado, apenas atrayente, cuando debería poseer otras ambiciones. Que no manifieste sus intereses artísticos, que no ansíe otras formas de existir, chochan en un futuro artista. No me acaba de convencer, no tiene un arco dramático potente y queda muy por debajo de esa Natacha que se convertirá en su amante.

Luego, Pepa Pedroche compone dos papeles muy contrarios; pero representados con gran sintonía y medida. Primero hace de madre, repleta de preocupación, puesto que no llegan a fin de mes y no le queda más remedio que empujar a su hija a que pida dinero prestado en la empresa. Y, después, se meterá en la piel de doña Librada, la tía, firme y adusta, que vive en la aldea, donde tendrá que ocuparse de su hermana y recibir a su sobrina, de muy mala gana, cuando aquella fallezca. Todo ello transcurrirá en el acto final, donde la obra se pone un tanto folletinesca y aumenta el ritmo de acontecimientos entre amoríos y desgracias. Antes de alcanzar un desenlace que alarga la función en demasía con ánimo de cerrar con algo de coherencia la trama, para, entonces, ya descabalada.

La referencia es una novela que, si tuviera el recorrido de los modelos rusos que parecen sondearse, tendría ochocientas páginas, no trecientas, y observaríamos una evolución estética y moral en su máxima protagonista y en otros individuos. Sin embargo, pasar de ser una obrera, sin mundo, con poca cultura, a desenvolverse por las boutiques parisienses requiere algún tipo de pigmalización. Tampoco resulta verosímil el carácter de don César, el empresario al que da cuerpo Fernando Soto. El actor casi no tiene oportunidad de bosquejar dos actitudes bastante maniqueas. Primero es un sobón algo torpe y, después, un «abuelito» que lleva a su «nieta» de compras y la agasaja con múltiples regalos. La relación se recrea en el tópico archiconocido de los matrimonios desiguales; aunque esto no es La regenta, por mucho que, nuevamente, nuestra Natalia sondee el tédium vitae propio de las burguesas. Demasiadas disonancias que tampoco se reflejan en el lenguaje, pues ambos parecen poseer un mismo nivel cultural.

Por otro lado, Isabel Ayúcar, quien ofrece una gran disposición como Salud, la criada del señor, debe hacerse cargo antes de Ezequiela, una pobre y enfermiza trabajadora de la fábrica. Pienso que el cambio de registro no es suficientemente apreciable y resultan muy similares, en rictus y en caracterización. Además, con ella no nos desplazamos al barrio de la Kabila, parte de la narración donde aún perviven esos retazos de denuncia social. Mientras que Andrea Real, tanto al encarnarse en Almudena, la compañera de la antiheroína, como de la ingenua Elenita, novia de Gabriel, destila encanto y agilidad.

Favorece, en cualquier caso, la ambientación la escenografía de Arturo Martín Burgos, quien ha situado varios muretes ennegrecidos que nos colocan, principalmente, en el hogar de la protagonista y que, después, delimitan otros espacios de una manera más simbólica, con la iluminación mortecina de Paco Ariza. Las videoescenas de Emilio Valenzuela se suman a la factura tan estimable de este espectáculo. Destaca el vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, sobre todo en las prendas que viste Huarte una vez se eleva de clase. La elegancia y la exquisitez son sobresalientes. Como intensa y oscura es la música de Mariano Marín una vez nos situamos en el pueblo, durante los escarceos amorosos de la noche.

Creo que el esfuerzo de Ripoll es importante; pero de una novela así es complicado aunar territorios tan disímiles, géneros tan dispares y poco elaborados.

Natacha

Adaptación y dirección: Laila Ripoll (a partir de la novela de Luisa Carnés)

Reparto: Natalia Huarte, Jon Olivares, Pepa Pedroche, Fernando Soto, Isabel Ayúcar y Andrea Real​​

Escenografía: Arturo Martín Burgos

Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas

Iluminación: Paco Ariza

Espacio sonoro: Mariano Marín

Videoescena: Emilio Valenzuela

Caracterización: Paula Vegas

Ayudante de dirección: Héctor del Saz

Ayudante de escenografía: Laura Ordás

Ayudante de vestuario: Deborah Macías

Ayudante de iluminación: Carla Belvis

Residente de ayudantía de dirección: Inés Gasset

Asistente artístico: Paul Alcaide

Una producción del Teatro Español

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 30 de marzo de 2025

Calificación: ♦♦

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Todas las canciones de amor

Eduard Fernández se apropia del texto de Santiago Loza en los Teatros del Canal para homenajear a su madre fallecida

TEATRO por el Fotografo Pablo Lorente
Foto de Pablo Lorente

Parece que el dramaturgo argentino Santiago Loza empieza a ser constante en los escenarios de nuestro país (Matar cansa, El mal de la montaña). Cuando nos aproximamos a esta nueva propuesta indefectiblemente nos viene a la cabeza He nacido para verte sonreír, que es un drama que igualmente posee una indagación intimista, más profunda si cabe que esta Todas las canciones de amor. Creo que lo que acontece en los Teatros del Canal es más superficial que aquella que dirigió Pablo Messiez, en el sentido de que los aspectos de la cotidianidad apenas poseen interés, y que este procede ante todo de otros elementos espectaculares que se han llevado a cabo con mucho mimo y cuidado. Sigue leyendo

Anfitrión

Juan Carlos Rubio versiona y dirige la plautina obra de Molière con un espectáculo de inconsecuente aire circense

Anfitrión - Foto de Jero Morales
Foto de Jero Morales

Si algún escándalo pudo provocar Molière al adaptar —mínimamente— la comedia de Plauto, por unas supuestas críticas entreveradas a los romances de Luis XIV y a los usos amorosos de la corte (bastantes líos tenía ya el dramaturgo con su Tartufo), a nosotros nos deja que ni fu ni fa. Anfitrión es insustancial, y para que suponga un entretenimiento divertido y gozoso, no queda más remedio que infundirle agilidad y chispa. Justo lo que le falta a la dirección de Juan Carlos Rubio. Y eso que la idea de reconfigurar el asunto con la estética del circo, me parece, a priori, excelente; sobre todo, porque uno se imagina a los artistas vibrando con sus habilidades a cada instante. Pero ninguno de los ingredientes que entran a formar parte del pastel, logran aunar un gran postre. Para empezar, este montaje, se nos viene directamente del Festival de Mérida y eso implica, como ya se nos tiene acostumbrados desde los últimos años, los elencos de caras conocidas priman por encima de los elencos caras adecuadas para lo que se necesita. Sigue leyendo

Siveria

Un drama fallido de Francisco Javier Suárez Lema sobre las leyes antipropaganda homosexual en Rusia

Foto de Sergio Parra

Si el espectador iba decidido a encontrarse con una obra de denuncia, con un alegato a favor de los derechos de los homosexuales en Rusia, sinceramente creo que se sentirá decepcionado. Porque, contra todo pronóstico, el tema fundamental se evapora hasta quedar recluido en el margen. ¿Cómo es posible que Siveria sea una página web donde se publican cartas de auxilio de adolescentes vejados por su condición sexual y que no tengamos noticia firme de ellas? ¿Cómo es posible que una obra que, en teoría, trata de sacar a la luz las difíciles condiciones de esos chavales y que no aparezca ninguno en escena? ¿Dónde están sus relatos, sus voces, sus miedos? ¿De qué manera podemos hacernos una idea de lo que ocurre en aquel país más allá de ciertas noticias sobre ataques homófobos? ¿Qué pinta en todo esto la biografía de Virginia Woolf? Nada de esto será explicado; a pesar de que en la función se explica todo. Quizás el mayor vicio de una obra literaria sea la explicación; pero en el género dramático es todavía más flagrante, pues se dispones de la representación, de la imagen, del gesto y, por ello, es más sencillo llegar directamente al receptor; por escrito se requieren más detalles para alcanzar la misma meta. Esto es lógico. En Siveria, se nos lleva tanto de la mano, que uno se llega a sentir estúpido. Se desentrañan las forzadas metáforas, la protagonista se dirige al respetable para relatar parte de la historia y el desenlace es desmenuzado hasta hacer añicos el suspense. Uno se pregunta seriamente qué ha pretendido Francisco Javier Suárez Lema; puesto que cualquiera esperaría que una incursión literaria sobre el país de Putín en temas morales y legales tan peliagudos para ellos supusiera, incluso, un riesgo, un atrevimiento, un significarse sin ambages. Sigue leyendo

La máquina de Turing

Claudio Tolcachir dirige con exceso de emotivismo esta obra sobre la vida del matemático Alan Turing

Para el gran público, la figura de Alan Turing ha sido descubierta en los últimos tiempos como un personaje cinematográfico que responde perfectamente a ese esquema de científico malhadado y maltratado por la política o por la religión o por la propia sociedad científica. Pero, más allá del esencial factor humano de este matemático, ahora nos topamos con su nombre ―y lo seguiremos haciendo en las próximas décadas― constantemente; porque no paramos de enfrentarnos al test que lleva su nombre, cuando nos estampamos con esos chatbots que pueblan algunas páginas web y que poco a poco ir ganando pericia intelectual. Ese test consiste en un juego de imitación por el cual un grupo de humanos ha de descubrir mediante preguntas si quien contesta es un individuo o una máquina. Por el momento, todavía, no se ha logrado superar esa prueba, es decir, la inteligencia artificial no ha engañado totalmente a los interrogadores humanos. La máquina de Turing es una obra de Benoit Solès, inspirada en la obra de Hugh Whitemore Breaking the Code, y esta, a su vez, se basa en el texto de Andrew Hodges Alan Turing: The Enigma; por lo tanto, más allá de los artificios de la ficción, se pretende un apoyo sustancial para ofrecer un resultado verosímil. Pero a esta propuesta de Claudio Tolcachir se la puede acusar de algunos aspectos que ya fueron motivo de crítica cuando se versionó para el cine, con aquella exitosa cinta, The Imitation Game, protagonizada por Benedict Cumberbatch. Sigue leyendo

En la orilla

Una adaptación de la premiada novela de Rafael Chirbes que recoge parte de su espíritu decadente

Foto de Sergio Parra

La verdad es que estaba a la expectativa de cómo se iba a adaptar la novela de Chirbes. En la orilla, el texto premiado (con el Nacional) del escritor valenciano, la voz narrativa, esa perspectiva interior que se confunde con el protagonista, da vueltas y más vueltas sobre los mismos temas, como enfangada por un pasado que le impide vislumbrar el futuro. Lo interesante, siempre que se traslada un género narrativo a la escena, es intentar trasponer los recursos literarios para no quedarse solamente con el argumento. Y, ciertamente, se consigue a medias. La obra comienza, tras un inquietante prólogo en el que Ahmed, un ex trabajador de la carpintería de Esteban, y su amigo Rachid están pescando en el marjal, cuando el primero encuentra dos cuerpos entre el barro. ¿Qué ha pasado? Es ahí el momento en el que empieza la historia. Sigue leyendo

Pingüinas

Fernando Arrabal presenta un texto surrealista donde unas moteras se transmutan en mujeres cervantinas

pinguinas_escena_13Lo que han presentado Fernando Arrabal y Juan Carlos Pérez de la Fuente en el Matadero es un salto mortal del espacio-tiempo, donde mujeres de hoy, liberadas, moteras, «easy riders» embebidas por el dios Pan y por el espíritu de Cervantes, se lanzan a la carretera en busca de un fin. Lo que se celebra en la sala recientemente bautizada con el nombre del dramaturgo melillense es una eucaristía pánica. Diez mujeres montadas en sus motos como faunos furibundos se encuentran en la ensoñación, unidas espiritualmente las diez cervantas solteras (menos la esposa), persiguiendo la vía mística. Al comienzo, cuando empiezan a provocar las palmas en el público, mientras ellas bailan al ritmo del Happy de Pharrell Williams, uno piensa en marcharse ante tamaña horterada. Esta molesta captatio benevolentiae definitivamente sobra y le hace un flaco favor al resto de la obra. Luego, todo cambia. Sigue leyendo

Como gustéis

El director italiano, Marco Carniti, nos ofrece una comedia shakesperiana repleta de canciones, sustentada por un elenco de altura

como-gusteis_01Al principio, cuando aparece una jaula para luchadores, ante un gigantesco Rothko, todo es poder, energía y hasta sobriedad escénica. También desde el principio, Beatriz Argüello, la grandísima protagonista, la excepcional y versátil actriz de la que disfrutamos hace unos meses en Kafka enamorado, se predispone a comandar, a dirigir el cotarro, a verbalizar cada estrofa de Shakespeare como si ella misma estuviera improvisando en estado de gracia. Luego, cuando desparecen las jaulas y comienzan los cánticos con el estilo propio de los musicales, con su batería, con su órgano, con su base electrónica, con el gorgorito retumbando por todo el Valle-Inclán, entonces, uno debe contradecir a su director porque no se puede considerar una «comedia con música para actores» a una sucesión casi constante de cancioncillas a lo Moulin Rouge que, excepto algunas interpretaciones a coro como ocurre al final, creo que se debe estar entrenado para apreciarlo en su justa medida. Sigue leyendo