La película de Ernest Lubitsch, estrenada en 1942, salta al Teatro La Latina para lanzarnos una farsa contra la invasión nazi. El actual contexto bélico en Ucrania nos hace observarla desde otra perspectiva

Todo un atrevimiento es llevar a la escena una obra tan célebre como esta de Ernest Lubitsch. Principalmente porque el film logra establecer una fina línea entre la alta comedia, el vodevil, el metateatro, la sátira política (en aquel 1942, a muchos críticos no les pareció oportuna esta comedia) y esa mascarada general que debe propiciar el descubrimiento de verdades tan incómodas como absurdas. Con todo ello, Juan Echanove ha considerado que podría lograr un montaje satisfactorio y, en gran medida, lo ha logrado; a pesar del ritmo. Puesto que la función, tanto en el preámbulo como en el último acto, después de un brevísimo descanso algo molesto debido a cuestiones técnicas, se hace lenta. Esto lo percibimos en las múltiples idas y venidas, entre el cuartel de la Gestapo y el teatro de los Tura. Lo que implica cambios de espacio que se suceden en el desenlace que, si bien resultan graciosos, se resisten a una conclusión menos cargante. Además, se fuerza el colofón de una manera excesivamente puntillista y que viene reforzada por la propia repetición del famoso monólogo shakesperiano. Por lo tanto, se echa en falta en la versión de Bernardo Sánchez una mayor concisión. No puede ser que la obra de teatro dure casi media hora más que la película, por mucho que sean lenguajes distintos. Seguramente, haya sobredimensionado un espectáculo para el que no se cuenta con una producción suficiente. En cualquier caso, continúa siendo atrayente ese paralelo farsesco entre la teatralización del nazismo (con toda esa amalgama de saludos esperpénticos y su simbología totalitaria) y el oficio de unos cómicos polacos llevando esa nueva estética a la ficción. Sigue leyendo