Claudio Tolcachir expone la situación de marginalidad de los riders en un drama estático en el Teatro María Guerrero
El mundo se ha vuelto tan complejo que bosquejar al proletariado como si nos avanzaran un futuro encadenante desde un pasado orwelliano resulta insuficiente. Quiero decir que estos riders, estos mensajeros que exprimen la energía joven de sus piernas, como Sísifos en ese engranaje kafkiano e inasible, son ellos mismos consumidores en su microclase, no son unos vagabundos ajenos a las dinámicas simbólicas, son esclavos que portan logotipos, fetiches de cartón piedra en el cosmos low cost, donde quien más y quien menos se da un capricho para resignificarse de alguna forma frente a los demás o contra el espejo donde nos reflejamos.
Viene esto a cuenta de que el propósito de Claudio Tolcachir me parece que ni incide en la cuestión social, ni arrastra el simbolismo hasta el punto de que nos concierte otra mirada. Creo que se queda en tierra de nadie, en una instantánea que dura noventa minutos; pero que podría resolverse en mucho menos. A los seres que pululan por el escenario se les niega toda posibilidad de subvertir sus condiciones, y a nosotros se nos destina al recoveco infecto de un país ignoto. Bien sabemos que el tema de estos nuevos recaderos está dando más que hablar que las reclamaciones de, por ejemplo, las kellys (ya tuvieron su propia comedia en Las que limpian); porque estas están ocultas. Los ciclistas surcan el asfalto y se aposentan en las aceras, penetran en los restaurantes a recoger pedidos, hacen publicidad, a su pesar, sobre un modo de vida al que ilusoriamente muchos aspiran; aunque sea de manera depauperada. Empiezan a ser tan singulares como los taxis. Conllevan una estética. Mueren, a veces, atropellados. Han logrado alguna victoria laboral en los últimos tiempos. Han propiciado debates sobre si es moral pedir una hamburguesa, cuando caen chuzos de punta (días en los que aumentan los encargos). Pienso que Íñigo Guardamino estuvo más incisivo a la hora de constatar el dispositivo oculto en la aplicación del móvil que manejan estos currantes en su Amarte es un trabajo sucio. Y que, en Instrucciones para caminar sobre el alambre, dirigida por Javier G. Yagüe, el tumulto, el ritmo y el estrés generalizado se plasmaban con mayor coherencia.
Se me antoja esto de Tolcachir algo anticuado, demasiado estático, demasiado acogido al Teatro del oprimido, a ese señalamiento del pobre, del marginal. Aspecto que encontramos, en La Zaranda, claro, o en aquella representación de El patio, de Spiro Scimone, que llevaron a cabo los de Corsario. Son simplemente unos ejemplos. Eso sí, volvemos a descubrir la capacidad en la dirección que posee el argentino para lograr que su elenco se manifieste con grandísima naturalidad (no hay más que repasar sus últimas obras como Próximo o Tercer cuerpo). Las conversaciones surgen aquilatadas por detalles nimios que van perfilando el carácter de cada uno de los personajes, que se encuentran en esa especie de descampado que Lua Quiroga Paul ha diseñado con mucho sentido. Un remonte que esconde una cueva en su interior y que permite cerrar su apertura con una máquina expendedora que suministrará los paquetes y que, además, servirá para lanzar los datos y las lecturas en los teléfonos. También expelerá los billetes para que ese sistema de recompensa posea esa materialidad tan estudiada por los sicólogos conductistas desde Skinner. La instantaneidad implica una carga de dopamina que da fuerza para aceptar otro mandado más. Este será, creo, uno de los más interesantes motivos que se trabajan en esta función. En cualquier caso, tanto Nourdin Batán, en el papel de Munir, como Fer Fraga, haciendo de Nuno, aplican su ímpetu y su testosterona de tipos jóvenes dispuestos a pedalear y a luchar cada día con entusiasmo. El primero cargará con el pesar de un amigo desaparecido, que no ha vuelto a recoger su bicicleta. De alguna manera, se nos induce a pensar en algo oscuro. Mientras que el otro revela una historia un tanto insensata, pues pertenece a una familia bien avenida; aunque lo han echado de casa. Acepta, con una madurez precaria, sacar adelante a su novia y a su hija recién nacida. Nuria Herrero, quien se encarna en Mirja, llegará con el carrito del bebé un día. Hablará en un idioma que nos suena a árabe. Lo hará con mucha potencia, con enfado; pero insistiendo en esa distancia que marca la incomprensión de las lenguas. Resulta altamente paradójico que el mismo smartphone que «esclaviza», con rutas eficientes de envío, también sirva como traductor. Luego, el foco más depauperante, con esa pátina de bonhomía y torpeza, se centra en Dani, un hombre que está perdiendo la vista y que no se maneja hábilmente con una bici envejecida. Gerardo Otero recrea extraordinariamente a este muchacho arrastrando esa penuria y haciéndonos sentir una gran pena. A su lado, compasivamente, su compañera, su amante, Susan, una mujer mayor que él, sale de improviso de ese escondrijo bajo el montículo de tierra donde ha pasado la noche. Malena Gutiérrez ofrece su candor con gran entereza.
Quizás, insisto, el planteamiento se quede corto, se recree demasiado en la semblanza de la situación. Además, es verdad que, seguramente, el autor no ansíe más que eso, que enseñarnos a unos defenestrados que no esperan nada. A mí se me queda un tanto escueto el argumento y el argumentario.
Texto y dirección: Claudio Tolcachir
Reparto: Nourdin Batán, Fer Fraga, Malena Gutiérrez, Nuria Herrero y Gerardo Otero
Escenografía y vestuario: Lua Quiroga Paul
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Espacio sonoro: Sandra Vicente
Asesoría artística: Lautaro Perotti y Mónica Acevedo
Ayudante de dirección: María García de Oteyza
Diseño cartel: Emilio Lorente
Tráiler y fotografía: Bárbara Sánchez Palomero
Producción ejecutiva: Olvido Orovio
Producción: Centro Dramático Nacional, Producciones Teatrales Contemporáneas y Teatro Picadero
Distribución: Producciones Teatrales Contemporáneas
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 9 de marzo de 2025
Calificación: ♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:

Un comentario en “Los de ahí”