Inma González muestra toda su expresividad para inmiscuirse en la piel de una mujer marginada en el contexto de la posguerra
No es desde luego muy preciso hablar de los hijos de La Zaranda, pues esta compañía gaditana bebe de unas tradiciones y de una decadencia socioeconómica muy concreta y pertinaz que ha propiciado unas formas de expresión, un arte, un deje; pero convengamos en que el estilo zarandesco tiene hoy distintos herederos que arrastran los pros y contras de aquella compañía. En la mayoría detecto más los procedimientos formales que la consistencia política y o el componente alegórico que, en aquellos, alcanza la excelencia en varios de sus montajes. En esta línea profundiza Inma González, quien ha tenido formación directa del susodicho grupo teatral. Ha estado estos últimos años recogiendo merecidos aplausos por su espectáculo Mauthausen. La voz de mi abuelo. Ahora emprende proyecto con el texto de Sandra Jiménez para hacerlo suyo, y redundar en una época, la posguerra de aquellos cuarenta.
Inicialmente, al son de una marcha semanasantera, con el redoble del tambor, aparece la actriz muñequizada; una marioneta que se encuentra en una residencia de ancianos. El gesto claro de quien definitivamente no ha alcanzado la libertad en su vida. Su recorrido ha ido desde la servidumbre a ese destino final tan pestilente (ella misma se impregna hiperbólicamente del ambientador). Nuestra protagonista no cede en el expresionismo y se maneja en los extremos. Su acento arrabalero, chillón y desconsiderado; imponente en la situación degradante, auscultando la muerte de sus compañeras. Esa podredumbre nos recuerda, por ejemplo, a El grito en el cielo, que ahora, es del cardo. Pero también hay afecto y gracejo, que consiguen sensibilizarnos con unas circunstancias de clasismo y desconsideración.
Esta planta repleta de espinas, que genera tanta repulsión y desprecio, es la metáfora que lleva consigo esta mujer. En una larga retrospección nos recrea su trabajo de criada en una casa bien avenida. Pensemos en un ambiente rural. Ella está todo el día con el pavo a cuestas, dándole de comer, cebándolo para el festín de la señora. Alienación máxima y esclavitud inevitable para alguien de su condición. Sola, huérfana; una lavandera eterna a la que se le niega cualquier propensión al aprendizaje de las letras. A eso se dedica el pequeño Palomo, el muchacho de la vivienda, proclive a ponerse vestidos y a pintarse los labios en sus juegos de travestismo. Elucubremos sobre un palomo cojo que debe salir de ese hogar y que debe tener una educación más «cuidadosa» que lo reconduzca en las buenas costumbres, como Dios manda. Así lo recibe con tremenda confusión nuestra Mariana, cuando regresa el joven pasados unos años.
Todo esto, toda esa vivencia se nos traslada con un manejo inmejorable de la elipsis, del recubrimiento de lo real, de la sociología del momento. Es el espectador el que debe reconstruir el contexto; y eso, en gran medida, requiere de nosotros un adentramiento muy inteligente en lo que acontece. Esto no quita, sin embargo, para que se detecte cierta precariedad argumental; puesto que el montaje es breve y todas las operaciones de repetición van agotando los símbolos y las ideas esenciales que permean toda la función. La sencillez, en el fondo, es imperante y, por eso, se echa en falta una complejidad superior. Esto es algo que vengo recalcando en esos pupilos zarandescos que hoy hallamos en escena. Valga de ejemplo La Tuerta, de Jorge Usón que hace pocos meses ocupó ese mismo espacio en el Teatro Fernán Gómez.
También se logra hacia la conclusión de la pieza un contraste muy sugeridor entre la desfachatez de la intérprete esputándonos, sin romper del todo la cuarta pared, como si fuéramos los celadores del centro de mayores, que somos unos «¡explotaos, explotaos!» (como un hálito de quien asume conciencia plena de lo que ha sido); y ese despojo tan emotivo al son de Carmen Linares. Los volantes de su vestido se desprenden con furor y ternura. Esos pinchos que propician el rechazo clasista caen al suelo como el inicio de una liberación. Entre los cachivaches que pueblan la escena, con el estaribel que sirve de tendedero y el escritorio que guarda la cartilla de caligrafía, aparece el respirador que le alarga la existencia.
Aquí no hay un estricto estudio sociológico como hemos podido hallar en obras más naturalistas y tenebrosas como La pechuga de la sardina, de Lauro Olmo, quien dio cuenta de esas mujeres que venían de los pueblos a la gran ciudad para ser exprimidas en los domicilios de la burguesía vencedora. El grito del cardo es un aullido terrible de quienes nunca han tenido voz, ni capacidad para quejarse; seres marginados de nuestra sociedad de los que nadie se acordará.
Idea original: Sandra Jiménez e Inma González
Dirección: Inma González
Dramaturgia: Sandra Jiménez
Actriz: Inma González
Música original y espacio sonoro: Luis Miguel Lucas
Colaboración especial: Carmen Linares
Estudio de grabación: MoldiumSound
Técnico de estudio de grabación: Rubén Ruíz Miranda
Diseño de iluminación: Raquel Rodríguez y Alicia Pedraza
Vestuario: Trajín Teatro
Ambientación de vestuario: María Calderón
Espacio escénico: Trajín Teatro
Ambientación de escenografía: Rubén Díaz de Greñu
Taller de escenografía: Agustín López y Régis Cabal
Fotos y cartel: Raquel Rodríguez
Audiovisuales promoción: Sergio Milán
Producción: Trajín Teatro
Producción ejecutiva: Agustín López e Inma González
Distribución: a+Soluciones Culturales
Teatro Fernán Gómez (Madrid)
Hasta el 17 de diciembre de 2023
Calificación: ♦♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:
