Liebestod

Angélica Liddell hace implosionar su obra con un soliloquio vesánico, para lamerse las heridas, en los Teatros del Canal

Liebestod - Foto de Christophe Raynaud de Lage
Foto de Christophe Raynaud de Lage

Hoy el genio es imposible y, de serlo, estará oculto de las estructuras de la sociedad de consumo. Quizá para descubrirlo haya de ser un iniciado. En los Teatros del Canal, en definitiva, no se puede hospedar en su escenario un genio. Acepto que Angélica Liddell, como romántica, no solo se reta con el diablo y con Dios para no sucumbir a la muerte y al desamor; sino que también acontece en duelo contra una cultura moderna que ha fagocitado todo hasta el sadismo y nos lo ha devuelto como suvenir. Así que de nada sirve que se haga cortes en las rodillas, vestida de negro como una gitana, mientras suena el casete de Las Grecas con su «Asingara»: «sin su amor no viviré», y que algún espectador se desmaye.

Todo su rollo decadentista es igualmente imposible por mucho que mente a Rimbaud o Genet o Artaud o Baudelaire. Todo su pesimismo, envolviéndose en citas de Cioran, emerge como tazas de Mr. Puterful. De poco sirve que se vista de torera, cuando la tauromaquia es un arte demodé, alejada de cualquier noción de rito, auspiciada por una joven generación más preocupada por el postureo patriótico que por cualquier efusión telúrica.

La propia artista autodestruye su propia pieza con la declamación más patética que se haya podido contemplar en un teatro en mucho tiempo. «La luz brillante entre las hojas» es el lloriqueo rabioso de una misántropa egocéntrica (se habla en tercera persona) que, como genio, no encuentra admiradores de su altura («tu verdadera vida, es una mierda»). Algo lógico, cuando uno acepta el gustoso corsé de los festivales y de los centros subvencionados. Acentuaciones de voz como un Raphael desafinado y toda esa prosapia que destilan los tradicionalistas y los reaccionarios. Es una satisfacción morbosa, por otra parte, escuchar desde un púlpito a alguien con esas vetas ideológicas enfrentándose a todos nuestros modernos, posmos, pijoprogres y demás etiquetas políticamente correctas: «tienes que conformarte con un montón de entusiastas y bobalicones e intrascendentes». «El público se ha vuelto moderno». Micrófono en mano, impertérrita, en una escena infinita e infame, irrisoria, que solo le aguantamos a ella; porque necesitamos un revulsivo escénico. Pero esto taladra como una recitación terminal, agónica; propia de alguien que inmola su prestigio. Creo que se defenestra, cuando parece una emulación del Rodrigo García de hace unos años: «…todas esas butacas están infestadas de monigotes con discurso blablablá… Un poquito de Gucci, un poquito de Netflix, etc». Podría mearles en la cara a los fans y estos se lo agradecerían con entusiasmo en un vídeo de TikTok.

Ella, en el medio de esa plaza, con ese albero tan apagado y mortecino, solo quiere ofrecer su amor (liebestod) como una Isolda o como una Coronada (de Nieva) a su toro. Puesto ahí a tamaño real. Ya ni se molesta en elaborar los elementos de su dramaturgia. Le es suficiente referirse a Bacon haciendo descender dos costillares de vaca. Es que, sinceramente, cualquier cosa puede descender de ahí arriba. Un amaestrador de gatos, cual nazareno, como si fuera el morado alcalde Humdinger, para simbolizar el gusto que tenía el torero Juan Belmonte por estos felinos. Como gran creadora de imágenes; aunque esta vez no ha hilado con una mínima convicción, no se puede negar el impacto de la pietà que configura con ese hombre mutilado (sin brazo, sin pierna) y que conecta con el inicio: «¿Quién ha dicho que hagan falta las piernas para torear?».

Todavía en el díptico que presentó temporadas atrás en el mismo escenario (Una costilla sobre la mesa: madre y Una costilla sobre la mesa: padre) hallábamos un sentido, una proyección, una intencionalidad. En Liebestod brota la depresión. De qué vale, por cierto, situar el wakizashi si no se va a emplear en el seppuku. Todo resulta demasiado decepcionante si pensamos en lo que ella representa. Ha aceptado el gesto y el plañido más chabacano y derrotista. Y está bien que contemplemos el fracaso en el recorrido de un artista, verla caer como una heroína derrotada por sus propios miedos y enfrentada, insisto, a las máximas fuerzas de la existencia. Este montaje también nos da la medida de su deriva como genio. Esperemos su resurgir. Mientras, bailemos con el duende verde a su salud.

Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte

Texto, dirección, escenografía y vestuario: Angélica Liddell

Con: Angélica Liddell, Borja López, Gumersindo Puche, Palestina de los Reyes, Patrice Le Rouzic, Ezekiel Chibo y la participación de figurantes

Iluminación: Mark Van Denesse

Sonido: Antonio Navarro

Asistente de iluminación: Justo Algaba

Asistente de dirección: Borja López

Regiduría: Nicolas Guy Michel Chevallier

Director de producción: Gumersindo Puche

Traje de luces: Justo Algaba

Entrenador de animales: Catvertise

Producción: Atra Bilis, NTGent

Coproducción: Festival d’Avignon, Tandem Scène nationale Arras-Douai, Künstlerhaus Mousonturm (Francfort)

Angélica Liddell es artista asociada al CDN d’Orléans

41º Festival de Otoño

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 12 de noviembre de 2023

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Un comentario en “Liebestod

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