Zaida Alonso elabora esta performance acerca de este método tan polémico en los hospitales siquiátricos españoles

Loable siempre es dar voz a todos aquellos que carecen de ella. Lo que ocurre es que el teatro-denuncia (que es tan distinto del «teatro que denuncia») cae con demasiada frecuencia en la escena contemporánea en el sesgo ideológico (de la misma vertiente en general). El gran problema es que el espectador inteligente (o no) se queda atenazado, paralizado y sin posibilidad de diálogo con la obra. Tanto las premisas como la conclusión están marcadas: los discursos, micrófono mediante, son directos, apelativos; los testimonios son incuestionables y hasta una carta que se nos reparte acentúa la perspectiva única. No se da la duda, la oportunidad para matizar, la defensa de los acusados, la controversia o, incluso, la impotencia. Cuando el dramaturgo no nos muestra los hechos y los acontecimientos desde diferentes puntos de vista y únicamente nos cuenta su «verdad», el drama pierde su entereza filosófica y conceptual.
Esto ocurre con la obra de Zaida Alonso, quien, desde luego, ha puesto todo su esfuerzo y su valía en la dirección y en la escritura para aproximarnos a una realidad muy oscura como es el procedimiento de la contención mecánica en las unidades de siquiatría. Su abuso, la violencia que se ejerce sobre el paciente, lo «cómodo» que resulta para los equipos médicos…
Que inicialmente ya se «pida perdón» por el título es toda una declaración de intenciones. A mí me parece idóneo; porque impacta tanto por su precisión técnica, como metafóricamente, si hemos de pensar en la sociedad que es contenida mecánicamente (por diversos medios) en un sentido simbólico (no se ha explorado esa veta). De todas formas, esa sujeción no se da sobre el tapiz. No se nos ilustra con esa opresión.
La performance se elabora con el marchamo del teatro-documento, con testimonios escalofriantes que podemos escuchar. Por ejemplo, al principio, una joven habla de cómo a su hermana, después de una crisis, la dejaron «atada» durante bastantes horas y sin la posibilidad de comunicarse con su familia. Luego, más adelante, se recrea la sesión en el Parlamento del Principado de Asturias, donde se dirimió el caso de Andreas, una chica de 26 años que murió en 2017 después de estar 75 horas sujeta a la camilla. Situaciones terribles que conmocionan a cualquiera y que resultan muy válidas en la dramaturgia.
La cuestión es que se busca más introducir en la acción elementos que remarquen esta circunstancia. Sin embargo, paradójicamente, al faltar una trama, un hilo conductor, se echa en falta un relato más humano. Y eso que contamos con la presencia de Rafael Carvajal, un profesor de inglés, un poeta que, como nos demuestra, transcurre por la misma senda que Leopoldo María Panero, es decir, el satanismo y otras maldades. Qué poco llegamos a saber de él, cuando bien se merecería indagar en su vida, mientras se nos documenta el tema. Con él se gana mucho dramáticamente. Es lo más atrayente de la propuesta y lo que concentra nuestra atención. Su forma de expresarse seduce; ya que nos traslada una ambivalencia entre la fragilidad y el ímpetu candoroso.
El espectador necesita que acontezca el debate que hay sobre la mesa, donde se entreveran el propio cuestionamiento de la siquiatría, el funcionamiento (o no) de los antidepresivos (la relación con la serotonina), el estado de la salud mental en España desde el ámbito económico y político, el consumo de drogas, la nutrición, el estrés, la ansiedad,… el etcétera nos da cuenta de que la complejidad es supina y no estamos para sesgos teatrales. Si no se profundiza, de poco nos vale compararnos con países que han desterrado la contención mecánica como Suecia; aunque no sé si poner a este país, con uno de los índices de suicidio más altos de Europa como ejemplo, es lo más conveniente. Si le añadimos las consabidas paranoias posmodernas (el victimismo y el orgullo todo en uno), tenemos el cuadro completo. Desde luego, es legítimo preguntarle a nuestro protagonista qué alternativas le parecen a él más convenientes en lugar de ser sujetado y que él responda que «hablar»; pero convendremos en que no es muy «justo» que se comente, muy indirectamente, la visión de los facultativos (las terapias psicológicas como las cognitivo-conductuales no sirven en muchos casos) y que no acontezcan seriamente, sino como pantomimas que fomentan el maniqueísmo.
Puesto que en la mezcla de distintas representaciones hallamos una parte que, siento decirlo, no favorece la concreción del asunto. Montar una larga escena parodiando el Un, dos, tres… (que, por cierto, vuelve) no parece la mejor idea (procedimiento utilizado por otras compañías como José y sus Hermanas en Los bancos regalan sandwicheras y chorizos) si se ridiculiza a una pareja conformada por un youtuber y una filóloga. Él ya nos ha demostrado lo «guay» que es frente a la cámara y cómo se maneja en sus directos en su canal, con ese tono tan didáctico y alegre propio de nuestros admonitores. Un tipo que va ilustrándonos sobre los distintos métodos de contención para concluir que la «mecánica» se aplicará en casos extremos. Javier Pardo se amanera y se apijota con gracia. Mientras que ella, Júlia Solé, es la encargada de representar el uso tabú de la palabra «loco» o «loca». Ya saben, el lenguaje cambia la realidad. Ellos son los neurotípicos. Verlos acertando películas con las susodichas palabras… es mejor no comentarlo. El excéntrico presentador, Jesús Irimia, se acoge al estereotipo para desenvolverse con desparpajo.
Podemos encontrar un paralelo tanto en lo ideológico como en lo performativo con Hacer noche (continuación de Mi padre no era un famoso escritor ruso) de Bárbara Bañuelos, quien tomó para su pieza a su particular «loco» para deconstruir la situación de la siquiatría y andarse por esos caminos que desde Foucault hasta Preciado han romantizado la locura para trasladárnosla como una forma más de ser. Otra identidad más. De esto, claro, también tenemos nuestra dosis en este montaje que se presenta en el Teatro del Barrio. Forma parte del buenismo ese que se deleita con la gente peculiar; no obstante, se obvie denodadamente a los que sufren, porque su desconexión con la existencia perceptible los incapacita para la vida más cotidiana, donde los efluvios imaginativos no valen de nada.
Vuelvo a insistir que el atrevimiento de Zaida Alonso es fenomenal y que resulta más sugestivo ─aunque sea para posicionarse en contra─ elaborar espectáculos con asuntos de verdadera enjundia, que acomodarse en lo consabido.
Dramaturgia y dirección: Zaida Alonso
Ayudante de dirección y asistente en la dramaturgia: Javier Pardo
Interpretación: Jesús Irimia, Júlia Solé, Javier Pardo, Zaida Alonso y Rafael Carvajal
Activista loca colaboradora: Marta Plaza
Diseño de iluminación: Bibiana Cabral
Espacio sonoro: Jesús Irimia
Técnico audiovisual: Pablo Alamá
Coreografía: Javier Pardo
Videoescena: Jessica Burgos
Fotografía: Corina López de Sousa
Comunicación: Javier González, Adiria
Asesoría lengua de signos: Eva Garrido Samper
Mirada externa: José María Esbec y Camila Vecco
Acompañamientos artísticos: Alberto Velasco, Pablo Chaves y Teatro en Vilo (Andrea Jiménez y Noemí Rodríguez)
Teatro del Barrio (Madrid)
Hasta el 11 de noviembre de 2023
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Contención mecánica”